Mohammad (Mohsen Ramezani) es un chico ciego de ocho años de edad que ha aprendido a ver con el tacto y el oído y que estudia en un instituto especial en Teherán, donde aprende braille. Cuando llegan las vacaciones de verano regresa a su pueblo natal con su padre, sus dos hermanas y su abuela. Mohammad es un muchacho muy sensible y gran amante de la naturaleza que anhela vivir en su pueblo, una aldea perdida en la montañas del norte de Irán, con su familia; es una persona increíblemente adorable, cuya generosidad, su amor sincero y su afán por aprender contrastan con la vida temerosa y egoísta de su padre, un carbonero viudo cuya obsesión por casarse de nuevo y asegurarse que alguien le cuide en su ancianidad, le llevan a buscar cómo desprenderse de su hijo, al que considera una maldición de Dios, del que se avergüenza, por lo que quiere dejarlo en otro lugar para poder casarse con otra mujer. A pesar de las objeciones de la abuela, el padre pone a Mohammad como aprendiz lejos de casa, con un carpintero ciego.
En un entorno idílico de verdes prados salpicados de flores, con bosques y tierras de cultivo ubérrimas regadas por arroyos cristalinos, transcurre la vida de la familia de Mohammad. Nada les falta, pero, como ocurre entre tantos pequeños propietarios de tierra, nada les sobra y cualquier imprevisto puede trastocar la precaria economía de subsistencia.
Allí, el niño es feliz, el centro al que acude en Teherán, donde absorbe conocimientos como una esponja, queda al otro lado del mundo, como él dice. Ha aprendido a desarrollar sus sentidos de manera que percibe lenguajes y palabras en el picoteo de los pájaros carpinteros, en las formas de las espigas de trigo o en las piedras del fondo del río. Sería feliz conviviendo con sus hermanas, con su amorosa abuela y acudiendo a la escuela del pueblo con los otros niños a los que queda asombrados cuando lee su cuaderno escrito en braille. Pero su padre le considera un estorbo, quiere deshacerse del niño a toda costa.
Hay un par de escenas que resumen perfectamente el espíritu de la película del iraní Majid Majidi. En la primera de ellas, vemos a Mohammad rescatando a un pajarillo que ha caído del nido; tras espantar al gato que acosa al avecilla, el niño consigue, con mucho esfuerzo, trepar al árbol y descubrir el nido, donde deposita amorosamente a la pequeña criatura. La segunda escena es muy breve, vemos un pez que colea en un charco casi sin agua al que la abuela, a pesar de sus dificultades, rescatará y devolverá al riachuelo.
Y es que todos o muchos de nosotros, somos o seremos discapacitados en algún momento de nuestras vidas y necesitaremos una mano amiga que nos ayude. ¿Son las personas con discapacidad una carga?, es una manera de verlo desde un punto de vista puramente mercantilista y deshumanizado, pero no lo son más que los niños pequeños, los ancianos, las víctimas de accidentes laborales o de tráfico, los enfermos, los urbanitas a la hora de desenvolverse en la naturaleza, la gente del campo cuando deambula por la ciudad, el que no sabe nadar cuando cae al agua, los que han de soportar una catástrofe como la reciente DANA que asoló el levante de nuestro país, los estudiantes... Y no por eso les dejamos abandonados a su suerte, a pesar de la insolidaridad y el egoísmo de algunos, siempre hay una mano amiga dispuesta a prestar su apoyo desinteresado.
Una película llena de sensibilidad que aboga por la integración y por potenciar las habilidades de quienes tienen alguna carencia en sus sentidos. Una invitación a que, como hace el protagonista, aprendamos a ver con el corazón y no tanto con los ojos.
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