Los filólogos acuden a menudo a la expresión «el genio de la lengua», pero su perfil o sus reacciones no se han llegado a definir con detenimiento. «El genio del idioma» es, pues, un lugar común que sirve para explicarnos su ser interno, su personalidad, cuando algo no se aviene a los criterios generales de una lengua, y por tanto lo hemos visto definido más por cuanto no le gusta que por aquello que prefiere; más por todo lo que rechaza que por todo lo que asume.
Como un vigía curioso, Álex Grijelmo se ha dedicado a observar y estudiar esos criterios, esas reglas, a veces aún sin desentrañar, que el castellano ha seguido hasta conformarse como la lengua que ha llegado a nuestros días. Desde las culturas ancestrales de la Península, pasando por griegos, romanos, godos y árabes, hasta la adopción de extranjerísmos a los que el genio ha ido dando forma para adaptarlos a sus gustos, nos guía por este largo camino que aún estamos recorriendo.
Siempre fue lento, este genio. No perezoso, sino lento. Se toma su tiempo para todo. Se lo piensa, lo mira, le da la vuelta a cada término. Y se extiende poco a poco; confía en su capacidad de fascinación y no necesita de guerras. Las ha habido, claro. Y los guerreros llevaron allende los mares sus vocablos, los verbos y las preposiciones que con tanto mimo había lanzado al mundo. Eso inclinó a algunos a culparle de tropelías y crueldades, del cercenamiento de los fueros, de la dictadura de Franco y de la extensión del español en América. Pero con sus palabras se hizo la guerra como se hizo la paz.
El calmo caminar del genio de la lengua nos lo presenta como perdedor en esa carrera que se le obliga a disputar contra los ordenadores, los nuevos aparatos, los descubrimientos científicos o las naves espaciales. Siempre parece llegar tarde, pero ése es su carácter.
Nuestro genio parece un perdedor, pero al cabo se demostrará que su carrera tenía la meta más lejos. Y aún no sabemos hasta dónde piensa llegar. Su empuje crece y su territorio se agranda. Algunos le interponen cortafuegos (el «espanglish», el «portuñol») para que no avance, y le arrojan palabras contaminadas que le inoculen un virus destructivo, un pulgón depredador que provoque no sólo el desuso de la vieja cultura del español sino, sobre todo, el complejo de sentirse inferior por haberla ideado.
Nuestro genio sabrá defenderse, y hará valer por sí mismo la riqueza de todo el pensamiento que anida en el diccionario. Sólo necesita tiempo. Porque se trata, no lo olvidemos, de un genio eterno.
Por eso aún decimos «coche» o «carro» aunque no se inventaran con motores; por eso «colgamos» el teléfono, que ya no está en la pared sino sólo en la palma de la mano; por eso «tiramos» o «jalamos» de la cadena al pulsar el botón que la cisterna nos ofrece; por eso «embarcamos» en un avión y «navegamos» en la Red para buscar una «página»; por eso «corremos» en nuestro auto aunque estemos sentados en él. Las palabras perduran por los siglos de los siglos, aunque nuestra vida sea ya tan distinta.
Y en cuanto a los nuevos términos que los tiempos nos traen, muchos auguran que el idioma cambiará, sin embargo el autor mantiene que no es la primera vez que el idioma se ve enfrentado a cambios de este tipo, ya los sufrió cuando llegó el telégrafo y para ahorrar costes, el remitente prescindía de artículos o preposiciones; o cuando llegó la imprenta y se suprimían las tildes en las mayúsculas (esto ha ocurrido hasta hace bien poco en los titulares periodísticos). Pero el tiempo demostró que artículos y tildes se seguían utilizando, seguramente lo mismo que ocurrirá en ámbitos distintos al lenguaje de los móviles, plagados de emoticonos y de palabras abreviadas que, seguramente, quedarán circunscritas a él.
De cualquier modo, ocurra lo que ocurra , un libro muy interesante para seguir la evolución del idioma a través de tiempos, avatares y distancia y para imaginar en función de lo que ya ha ocurrido, lo que está por venir.