martes, 22 de septiembre de 2015

SIEMBRA VIENTOS

Es claro que la situación económica y la ceguera de las clases dominantes a la hora de ver la necesidad de hacer concesiones y renunciar, al menos, a parte de sus privilegios, fueron factores determinantes para el triunfo de la Revolución de 1789, sobre todo que el injusto sistema impositivo del antiguo régimen francés era más opresivo a medida que eran mayores los gastos que demandaba el lujo desmedido de la corte.
Como las clases privilegiadas se hallaban eximidas de las grandes contribuciones, éstas recaían en el estado llano, principalmente entre la burguesía y los campesinos, ya que los obreros y artesanos, que nada poseían, poco podían aportar.
Pero hay otras cuantas causas para que se llegara a aquella situación de enfrentamiento sin retorno entre la nobleza y las clases media y popular, entre ellas alguna achacable a la propia clase privilegiada que, como hemos dicho, fue incapaz de ver que había que perder algo para conservar el todo, pero también a sus veleidades con la libertad, una especie de moda que se había impuesto entre los nobles galos unos años antes de la Revolución.
El enamoriscamiento de la sociedad elegante francesa con la causa de la revolución americana era una cosa superficial: la última novedad después de las novelas inglesas y de la ópera italiana. La independencia americana era en los nobles franceses un capricho de moda. Cuando madame Campan —la dama de compañía más cercana de la reina María Antonieta— describe a las más seductoras de las trescientas damas de la corte elegidas para adornar la cabeza venerable de Franklin con una corona de laurel, la locura por los insurgentes parece reducida al nivel de un concurso de belleza.
La bienvenida en loor de multitudes que se ofreció a Lafayette cuando, en 1779, regresó de América era un síntoma de ese estado de cosas. El joven provinciano se había transformado a los ojos de los Grands en un modelo de la caballerosidad francesa. Luis XVI lo invitó a acompañarle a una cacería, y María Antonieta, que poco antes había despreciado a Lafayette por considerarlo un patán vanidoso, ahora lo admiraba. Gracias a ella se le otorgó un ascenso y se convirtió, a los veintiún años, en comandante en jefe de los dragones reales.
No podía saber que Lafayette sería la causa que le costaría la cabeza.
Las consecuencias del compromiso francés en la guerra revolucionaria americana fueron profundamente subversivas e irreversibles.
Algunos de los veteranos que regresaron de la guerra americana, fueron parte determinante en el estallido en Francia de la violencia rural en 1789 (las jacqueries).
Hubo soldados que regresaron y aparecen en la crónica de la Revolución francesa, como el teniente Elie o Louis La Reyne, ambos "conquistadores" de La Bastilla el 14 de julio. El coqueteo con la libertad armada de un sector de la aristocracia —que era rico, poderoso e influyente— aliado con la crisis financiera de la monarquía puso a Francia patas arriba.
Antes de embarcarse a América con el Ejército francés, el conde de Ségur escribió a su esposa en 1782 que "el poder arbitrario gravita pesadamente sobre mí. La libertad por la cual voy a luchar me inspira el entusiasmo más vivo, y desearía que mi propio país gozara de una libertad compatible con nuestra monarquía, nuestra posición y nuestras costumbres". El hecho de que Ségur, representante de la alta nobleza, pudiese suponer alegremente que dicha transformación sería compatible con la monarquía sugiere una enternecedora candidez, pero también explica cuántos de sus iguales podían tomar en serio el carácter ejemplar de América, sin sospechar jamás que el ingenuo anhelo de una nueva edad de oro de amor y armonía casi infantiles conduciría directamente a una "dictadura de la Virtud" en la que ellos serían el primer chivo expiatorio.
Pero hubo mentes lúcidas, capaces de interpretar el peligro de aquellas veleidades y aunque avisaron, no fueron escuchadas, Turgot, el más inteligente de todos los ministros de Luis XVI, argumentó agriamente contra la intervención en América, pronosticando sus consecuencias. Pero perdió ante Vergennes, ministro de Exteriores inmensamente poderoso que, a toda costa, quería acabar con la arrogancia imperial de los británicos y ganó la partida, convenciendo al monarca a favor de la intervención. Pero acabaría también con la monarquía francesa.
Como dijo la vizcondesa de Fars-Fausselandry: "La causa americana parecía la nuestra propia; nos enorgullecíamos de sus victorias, gemíamos con sus derrotas, nos apoderábamos de los boletines y los leíamos en todas nuestras casas. Ninguno de nosotros reflexionó sobre el peligro que el Nuevo Mundo podía representar para el Viejo". O como comentó el conde de Ségur: "Avanzábamos alegremente sobre una alfombra de flores, imaginando apenas el abismo que había debajo".
Como el ser humano es como es, parece que en ocasiones nos cuesta trabajo aprender de la Historia y situaciones parecidas a esta, se repiten una vez y otra, sin que logremos aprender de nuestros errores. Recuerdo la actuación de la propia Francia (otra vez la dichosa Libertad), cuando en 1964 acogió con los brazos abiertos al ayatolá Jomeini, que recibía en su plácido retiro de Neaufle-le-Château, a lo más granado de la intelectualidad progresista que le mostraba su apoyo en su cruzada contra el tiránico Sha Mohammad Reza Pahlavi. Todos ellos callaron cuando Jomeini regresó a Irán el 11 de febrero de 1979, cuando la revolución ya se había consumado, estableció la República Islámica, interrumpió la occidentalización llevada a cabo por el Sha, la ley islámica fue instaurada y apoyó activamente la actuación de grupos terroristas y la propagación de las creencias radicales fundamentalistas islámicas.
O el conocido episodio protagonizado por los norteamericanos que armaron a los muyahidines afganos en su lucha contra los soviéticos, sin ser conscientes de que estaban creando un monstruo, la facción político militar fundamentalista conocida como Movimiento Taliban, que años después golpearía al Tío Sam en pleno corazón.
Y es que cuando sopla el viento, hay quien se pone a favor del mismo y está encantado... hasta que cambia de dirección.



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