jueves, 7 de agosto de 2014

DOÑA BERTA

Hay un lugar en el norte de España adonde no llegaron nunca ni los romanos ni los moros; y si doña Berta de Rondaliego, propietaria de este escondite verde y silencioso, supiera algo más de historia, juraría que jamás Agripa, ni Augusto, ni Muza, ni Tarick habían puesto la osada planta sobre el suelo, mullido siempre con tupida hierba fresca, jugosa, oscura, aterciopelada y reluciente, de aquel rincón suyo.
Pertenece el rincón de hojas y hierbas de doña Berta a la parroquia de Pie del Oro, concejo de Carreño, partido judicial de Gijón; y dentro de la parroquia. se distingue el barrio de doña Berta con el nombre de Zaornín, y dentro del barrio se llama Susacasa la hondonada frondosa, en medio de la cual hay un gran prado que tiene por nombre Aren.
En esta especie de finibisterrae, vive doña Berta de Rondaliego, anciana y sorda, con la sola compañía de Sabelona (Isabel) su criada, tan vieja como ella y de su gato.
Pero allí donde no llegaron los antes mencionados, ni tampoco los franceses en su invasión, llegó un día un capitán del ejército liberal, gravemente herido a quien doña Berta primero y, después sus hermanos, concedieron asilo hasta que se repusiera de sus heridas, algo que dudaban se produjera dado el penoso estado del oficial. A pesar de que ellos se alineaban en el bando carlista, nada dijeron a nadie para que su huésped no fuera apresado.
Doña Berta cuidó al herido como si fuera su amante esposa y cuando este se repuso y quiso marchar al encuentro de sus compañeros, la familia se opuso, pues le encontraban demasiado débil para reincorporarse al combate y, además, habían trabado con él una amistad fraternal de la que disfrutaban.
En una ocasión, en la que los hermanos salieron de caza dejando solos a Berta y al soldado, el amor se convirtió en pasión y ocurrió lo que ninguno de los dos pudo, ni quiso evitar: bajo el laurel del huerto de la casa rondaliega, Berta y su amante encontraron el goce del amor.
El oficial marchó para reincorporarse al frente, prometiendo regresar y pedir la mano de su amanda, pero otra amante con vestido de plomo, le reclamó primero y en heroica jornada el capitán cristino se entregó a ella, sin que Berta supiese jamás la razón de que su amor no hubiera cumplido su palabra.
Berta estaba embarazada y cuando su estado se hizo evidente, los hermanos, horrorizados ante el hecho que dejaba mancillado el honor de la familia, tramaron un cruel plan y como modernos Herodes, cuando la criatura nació, se la arrebataron a su madre y la entregaron a quien la pusiera lejos de la pista de nadie que les conociera.
Berta vio pasar los años de su juventud y madurez con aquella pena y el odio por lo que le habían hecho sus hermanos a quienes nunca perdonó. Cuando todos ellos habían muerto, se presentó en Susacasa, el lugar que nadie visitaba porque no iba a ninguna parte, un pintor de la corte que buscaba inspiración para nuevas obras en el verdor y la luz de aquellos prados. Llegó hasta la vieja posesión de los Rondaliego, donde fue recibido, primero con recelo, pero bien pronto, casi con cariño. Cuando Berta, sin saber muy bien por qué, abrió su corazón a aquel desconocido y le dejó entrever su secreto, el pintor se comprometió a volver algún día y a enviarle una copia del retrato que adornaba la estancia principal de la casa y otro con el busto de un capitán a quien conoció y cuya historia le había recordado mucho la del antiguo amante de su anfitriona.
El pintor no volvió, como el capitán, pues también la muerte le impidió cumplir su promesa, pero sí llegaron los retratos, y al ver el del joven oficial, apenas un busto, doña Berta cree reconocer en él una mezcla de los rasgos de sus hermanos y de su antiguo amante, así que deduce que el hombre del retrato era el hijo a quién nunca vio desde el nacimiento.
En un arranque, para todos, incluso para ella misma, de locura, doña Berta malvende las posesiones de Susacasa a un usurero que de sobra sabe ella que se aprovecha de una desamparada anciana, pero quiere dinero contante y sonante que la ayude en su empeño de comprar el cuadro en el que su antiguo invitado, el pintor, plasmó la hazaña en la que quien sospecha puede ser su hijo, perdió la vida. Para esto emprende viaje a Madrid, acompañada únicamente de su gato, donde vivirá totalmente fuera de lugar, asustada, desamparada y siempre en peligro de ser arrollada por un carro o un tranvía.
"Clarín" nos transmite en las poca líneas de este relato, toda la tristeza de una situación en la que una mujer se encuentra sóla frente a un mundo hostil, empujada únicamente por un sueño que parece haber hecho reverdecer en ella las pocas fuerzas que le quedaban. Lleno de descripciones, tanto del campo, como de la gran ciudad y de sucintos apuntes que retratan con maestría a los personajes, Leopoldo Alas hace fácil lo difícil y le basta esta corta novela para hacernos sentir la ternura que inspira la anciana y acompañar en el sufrimiento a sus personajes.
 
 
 


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