jueves, 6 de febrero de 2014

PEPITA JIMÉNEZ

D. Luis de Vargas ha estado desde los 10 años en el seminario, al cuidado de un tío Dean de la catedral, donde ha sido convenientemente preparado para recibir las órdenes sacerdotales.
Antes de tomar el hábito clerical, va a pasar una temporada al pueblo donde nació y donde vive su padre, D. Pedro de Vargas, cacique local, orgulloso del camino que va a tomar su hijo, aunque algo apesadumbrado por quedarse sin heredero a quien transmitir sus cuantiosos bienes.
D. Luis, durante su estancia en el lugar, entablará conocimiento, entre otras personas, con una joven viuda, dos años menor que él, Pepita Jiménez, a quien pretende su padre, pero al que ella, como a otros muchos galanteadores de su persona, da calabazas.
Pepita se siente atraída por el seminarista y D. Luis, pronto se verá atrapado por el embrujo de la viudita.
Como otras novelas de Valera, se desarrolla en un lugar innominado de Andalucía, sin embargo, nos es fácil reconocer los paisajes de su infancia y juventud cordobesa. Con ese lenguaje adornado de menciones cultas a los personajes y situaciones de la historia y la mitología clásicas, la narración nos acerca la lucha interior del protagonista entre su vocación sacerdotal y su recién nacido amor mundano. Rápidamente, por las cartas que D. Luis le dirige a su tío el Dean, vemos que ya está rendido a las gracias de Pepita, a la que se pinta como el ideal de la mujer a que aspira cualquier burgués: Bella, discreta, dominadora de las artes domésticas, pero también de las diversiones más comunes y permitidas, como el baile, algunos juegos de naipes, la equitación y la conversación de tertulia.
D. Luis, cuando ya tiene clara su inclinación por Pepita, se mantiene en su idea de tomar los hábitos más por prurito personal y por no defraudar a quienes han depositado en él su confianza y ya le tildan de santo y de conversor de paganos, que por convicción personal. Aquí es donde Pepita desplegará sus armas de mujer para conseguir el propósito de vivir el resto de sus días con el estudiante de teología.
La novela nos traslada esa visión cristiana de la época en la que la mujer es fuente de peligros y pecados sin cuento, pues esa es su inclinación natural, de la que el hombre ha de defenderse para no ir por la senda de la perdición. Pepita no se ajusta del todo al modelo moral del momento, pues si bien es una persona cumplidora de los preceptos, caritativa y discreta, en su relación con D. Luis toma la iniciativa cuando considera estancada la relación, Valera la retrata como ejemplo de los nuevos vientos que soplan, al menos entre las clases más acomodadas, en las que la mujer reivindica, cada vez más, un papel activo en las decisiones sobre su futuro. Sin embargo, cuando vence a don Luis, pierde los rasgos fundamentales que la han venido caracterizando a lo largo de la novela: su fuerte personalidad que impregna todo lo que la rodea. Pepita se vuelve dependiente de D. Luis en cuanto terminan la relación sexual y él es el que toma entonces las riendas de la situación. Es el final del juego erótico, de un juego erótico que ha puesto a cada uno en su lugar: a don Luis, en el mundo de la realidad y, a Pepita, donde ella buscaba desde el inicio de la novela: al lado de don Luis como su esposa y amante, como premio a sus esfuerzos por conquistarle.
Ese erotismo del que hablamos, impregna todo el relato, si bien dentro de las restricciones que marcaban las constumbres de la época, con un leguaje recatado, plagado de eufemismos que evita llamar a las cosas por su nombre, algo que hubiera resultado ofensivo en su momento y que hoy nos dibuja cierta sonrisa complaciente, sobre todo vistos los derroteros que ha acabado tomando algún tipo de literatura que se ha pasado al lado contrario.





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