jueves, 23 de diciembre de 2010

BERLÍN OCCIDENTE

No estamos ante una gran película, ni mucho menos y, sin embargo, como pasa tantas veces con los filmes de los grandes autores, siempre hay algo que las hace diferentes, que nos muestra, cuando las vemos, que detrás hay una mano maestra que convierte cualquiera de estos productos, casi del montón, en una obra que se sale del común.
Aquí son dos o tres cosas las que le confieren ese sello de distinción que la diferencia del resto y que nos haría reconocer, aún cuando no supiéramos quién ha sido el autor, que hemos asistido a un espectáculo que no es cualquier cosa, aunque sólo fuera por ver a Marlene Dietrich en todo su esplendor, cantando con esa voz suya desgarrada y tan característica, nada menos que en Berlín.
Como dijo el propio Wilder, Berlín es Marlene Dietrich y él tenía más elementos de juicio que yo para tal afirmación.


La historia tiene su atractivo: Comisión del Congreso Norteamericano que visita el Berlín de los primeros momentos de la postguerra (de la II G.M.), para comprobar cómo se comportan las tropas americanas.
En ese ambiente, se nos cuenta lo que ocurre alrededor de un triángulo amoroso, en clave de melodrama, con antiguo jefazo nazi de por medio.


A mí, la historia no me acabó de enganchar, no acaba de atraparte en ningún momento. El enamoramiento entre el protagonista (John Lund) y la congresista (Jean Arthur), no transmite. Y la tragedia que se cierne alrededor de la vida de la cabaretera, interpretada por la Dietrich, tampoco.


Pero, a pesar de todo, los diálogos son por momentos, más que brillantes, cargados de un humor acido fruto de una pluma (tres en este caso: Charles Brackett, Billy Wilder y Richard L. Breen), especialmente afilada para críticar la manera de entender la ayuda de los norteamericanos y el nazismo y muy sutil para retratar el penoso estado en el que ha quedado la población civil, que se ve impelida a lo que sea para sobrevivir.


Lo mejor, las actuaciones de Jean Arthur y Marlene Dietrich y, sobre todo, las imágenes, puro documento histórico, del Berlín destruído por las bombas, con las aceras atestadas de escombros, los edificios reducidos a cuatro paredes inestables y llenas de agujeros por todas partes.
El paseo que, montados en el jeep de los congresistas, nos da Wilder por la Wilhem Strasse, el Tiergarten, las ruinas del Reichstag, la puerta de Brandenburgo y el resto de las ruinas de ese Berlín que ha capitulado, son todo un documento gráfico que le sirve a Wilder para, acompañado de sus pinceladas de humor, mostrarnos el estado también de ruina en el que han quedado las gentes: Personas con muletas, mujeres que se venden por una chocolatina, el mercado negro, el muchacho que sigue dibujando esvásticas por todos lados...
Un magnífico retrato de la perversidad de las guerras.




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