lunes, 8 de enero de 2018

AZINCOURT

Agincourt (Azincourt en francés) es una de las batallas más famosas jamás libradas por los británicos, equiparable en su memoria colectiva a las batallas de Hastings, Blenheim, Trafalgar o Waterloo. Tuvo lugar el 25 de octubre de 1415 (mucho antes de que la Cristiandad adoptase el nuevo calendario, aún vigente, según el cual, hay que retrasar el aniversario de aquellos hechos al cuatro de noviembre).
La notoriedad de Azincourt podría ser un hecho fortuito sin más, un fleco histórico magnificado por el genio de Shakespeare. Pero los hechos sostienen que tuvo lugar una batalla que causó una verdadera conmoción en toda Europa. A partir de entonces y durante muchos años, los franceses se refirieron a la fecha del 25 de octubre de 1415 como la malheureuse journée (día del infortunio). Incluso tras la expulsión de los ingleses de Francia, recordaban la malheureuse journée con tristeza, como un auténtico desastre.
Igual que estuvo a punto de serlo para Enrique V y su reducido, pero bien pertrechado, ejército, que había zarpado de Southampton Water con grandes expectativas; la más importante, el sometimiento de Harfleur, al que habría de seguir una incursión en el corazón de Francia, con la esperanza de que los franceses presentasen batalla. El hecho de alcanzar la victoria bastaría, según los devotos cálculos de Enrique, para dar por sentado que Dios respaldaba sus aspiraciones al trono de Francia y que incluso lo llevaría a ocuparlo. Con su ejército al completo, poco tenían de vanas tales ambiciones, pero el asedio de Harfleur les llevó más tiempo del previsto, y la disentería se encargó de diezmar las tropas.
Parece de sentido común que, tras la rendición de Harfleur, Enrique tendría que haber interrumpido la campaña, dejar una guarnición en la ciudadela y regresar a Inglaterra. Tal decisión, sin embargo, hubiera supuesto el reconocimiento de que había fracasado en su intento. Dilapidar tanto dinero para hacerse con un puerto normando hubiera sido interpretado como una victoria pírrica y, aunque la pérdida de Harfleur redundase en perjuicio de los intereses franceses, el mero dominio del enclave fortificado dejaba un escaso margen de maniobra al rey Enrique. La ciudad había caído en manos de los ingleses (y plaza inglesa sería durante veinte años más), pero el asedio les había arrebatado un tiempo precioso, y la imperiosa necesidad de dejar una guarnición en la ciudad devastada obligó a Enrique a dejar allí a muchos de sus hombres, por lo que, para cuando los ingleses tomaron la decisión de adentrarse en Francia, sólo la mitad del ejército estaba en condiciones. Haciendo caso omiso de los sensatos consejos que le instaban a desentenderse de la campaña, el rey se empecinó en seguir adelante, e impuso a su menguado y renqueante ejército la ingrata tarea de marchar desde Harfleur hasta Calais.
A primera vista, no parecía una hazaña imposible. Poco más de doscientos kilómetros separan las dos ciudades, una distancia que los soldados ingleses, todos a caballo, bien podían recorrer en unos ocho días. No era una marcha para obtener un mayor botín. Enrique no disponía de medios ni de tiempo para asediar las ciudadelas o los castillos (en donde los franceses guardaban todos los enseres de valor, a medida que los ingleses avanzaban) que encontraba a su paso; tampoco se trataba de una chevauchée, una de esas devastadoras incursiones de las tropas inglesas, que se llevaban todo por delante para instar a los franceses a dar la cara. Es dudoso que Enrique buscase provocar a los franceses porque, a pesar de su ferviente convicción de que Dios estaba de su parte, tenía que darse cuenta de las carencias de su ejército. De haber buscado el enfrentamiento directo, en lugar de bordear la costa, se habría adentrado en territorio francés. Seguramente sólo pretendía marcarse un farol. Tras llevar a cabo un mal asedio, antes de sufrir la humillación de presentarse en Inglaterra con tan pobres resultados, prefirió agraviar al contrario, demostrando que podía ir y venir por Francia a su antojo.
Un gesto testimonial que le habría salido bien si los vados de Blanchetaque no hubieran estado guarnecidos. Para llegar a Calais en un plazo de ocho días, tenía que cruzar el río Somme cuanto antes; pero los franceses controlaron los vados, y Enrique no tuvo más remedio que adentrarse en territorio francés hasta encontrar otro paso. Así, lo que había de llevarles ocho jornadas les ocupó hasta dieciocho (o dieciséis, según los cronistas, que no se ponen de acuerdo en cuanto al día en que el ejército partió de Harfleur) y se quedaron sin comida. Al final los franceses consiguieron reagrupar a su ejército y atraparon a los desafortunados ingleses. Así fue cómo, sin comerlo ni beberlo, el día de San Crispín de 1415, el pequeño y menguado ejército de Enrique se encontró cara a cara con el enemigo en la campa de Azincourt para adentrarse en la leyenda.
En la novela de Bernard Cornwell, Azincourt es la historia de Nicholas Hook, un arquero, que comienza la novela uniéndose a la guarnición de Soissons, una ciudad cuyos santos patronos eran Crispin y Crispiniano.
Lo que sucedió en Soissons conmocionó a toda la cristiandad, pues los franceses arrasaron la ciudad, violando a sus mujeres y robando y matando a sus propios paisanos, en venganza de la resistencia de la ciudad gracias a los mercenarios ingleses y a las tropas borgoñonas, una resistencia en la que nada tuvo que ver la población civil, que estaba más bien de lado de quienes la cercaban, pero que acabó pagando injustamente las consecuencias. Mas al año siguiente, en la fiesta de Crispin y Crispiniano, Hook se encuentra en ese pequeño ejército atrapado en Azincourt. La novela es también la historia de los arqueros que ayudaron a ganar una batalla que ha entrado en la leyenda.



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