¿Cómo era vista la Alemania de Hitler por los ojos de un extranjero? ¿Se pudo haber cambiado fácilmente el rumbo de la Historia? ¿Por qué nadie lo hizo? ¿Por qué costó tanto reconocer el peligro real que suponían Hitler y su régimen?
Estas y algunas otras preguntas de parecida índole son tratadas en esta novela de no ficción (como la define su propio autor), en la que, de la mano de William E. Dodd, embajador norteamericano en Berlín y su hija Martha, vivimos en primera fila algunos de los acontecimientos que se sucedían en Alemania poco después del ascenso de los nazis al poder.
El libro se centra en el primero de los cuatro años que la familia Dodd pasó en el país, un periodo que fue como el prólogo en el que aparecieron todos los temas de la gran épica de la guerra y el crimen.
Nuestros protagonistas veían a Hitler y se relacionaban socialmente con Goebbels, Göring o von Papen; al tiempo que Martha, además de su aventura con el novelista estadounidense Thomas Wolfe, mantuvo relaciones con Rudolf Diels (el joven jefe de la Gestapo), Boris Winogradov (primer secretario de la embajada soviética y del que se sospechaba que era un agente operativo del NKVD) y gracias a sus contactos, asistió en primera fila al juicio por el incendio del Reichstag.
Dodd llegó a ocupar el puesto de embajador de rebote, después de que no menos de cuatro candidatos hubieran declinado la oferta del presidente Roosvelt, que hasta más de 3 meses después de su investidura no consiguió encontrar alguien dispuesto a ocupar el cargo. Dodd había cursado los estudios correspondientes a su doctorado en la alemana universidad de Leipzig y no pertenecía al círculo habitual de la gente que se encargaba de la diplomacia en su país. De hecho, estos círculos le consideraron desde un principio como un extraño y, prácticamente desde que se conoció su nombramiento, comenzaron a conspirar en su contra al considerarle como poco apropiado para el cargo.
La visión que Dodd tenía de la Alemania en la que había estado durante su época de estudiante, se vio alterada no tardando mucho. La gente que volvía a Alemania después de un tiempo fuera, encontraba que algo había cambiado, sus vecinos y amigos eran diferentes. A ello contribuyó en buena medida la campaña del gobierno encaminada a la uniformidad, la llamada Gleichschaftung (coordinación), los alemanes se ponían de buen grado bajo el influjo del gobierno nazi, los vecinos se volvían hoscos, había denuncias a las SA o a la recién fundada Geheime Staatspolizei (GESTAPO). Un ejemplo ilustrativo es la búsqueda de casa de los Dodd, Martha y sus madre encontraron muchas propiedades entre las que elegir, mansiones antiguas, resplandecientes, lujosamente amuebladas, con jarrones, pianos, mapas y libros en su sitio. Al principio no se preguntaron por qué había tantas en alquiler. Al final se decidieron por una, el número 27ª de Tiergartenstrasse, perteneciente a Alfred Panofsky, judío, propietario de un banco privado que, sorprendentemente, seguía operando con la indulgencia oficial. Panofsky era suficientemente rico para no necesitar los ingresos procedentes del alquiler, pero él buscaba otra cosa. Él y su madre vivirían en el piso superior y alquilaban a los Dodd los tres primeros, buscando su protección física.
Dodd era hombre de vida relativamente frugal si la comparamos con los conciudadanos suyos que se dedicaban a las tareas diplomáticas, casi todos ellos ricos o muy ricos, mientras Dodd tenía un estatus de ingresos que le situaban algún escalón por debajo, ese fue otro de los motivos de la resistencia que encontró entre sus colegas, demasiado elitistas como para permitir que este “pobretón” le dijera a Roosvelt que pensaba vivir de su asignación como embajador, que tenía un coche que ni de lejos estaba a la altura de las lujosas limusinas que utilizaban otros y que se quejaba del vez en cuando, de los gastos superfluos de la embajada.
Iba todos los días caminando desde su nueva casa hasta la embajada, a través del Tiergarten, el equivalente berlinés del Central Park, el nombre, en su traducción literal, significa “jardín de animales” o “de las bestias” y se remonta al tiempo en que era coto de caza para la realeza. Tras el paseo que la familia dio, entre otros lugares por el Tiergarten la noche del 13 de julio de 1933, Martha señaló: “Yo sentía que la prensa había calumniado de mala manera a aquel país, y quería proclamar la calidez y la amistad de la gente… la serenidad de las calles”. Nunca se insistirá lo suficiente en que la aparente tranquilidad de Alemania en ese periodo era profundamente seductora para los extranjeros. Incluso muchos de los residentes judíos no fueron capaces de captar el verdadero sentido de lo que estaba ocurriendo.
En la novela se nos relatan muchos de los episodios violentos que tuvieron lugar aquel temprano año, porque en algunos de ellos se vieron implicados ciudadanos norteamericanos y sus quejas llegaban a la embajada. Cuando protestaban formalmente ante las autoridades, siempre obtenían la misma respuesta: No volverá a ocurrir, los responsables serán detenidos y castigados. Pero nunca ocurría nada. Los responsables, por lo general, eran camisas pardas que cuando desfilaban por las calles de las ciudades alemanas eran saludados por el público desde las aceras y cuando veían a alguien que no lo hacía o que estaba de espaldas mirando algún escaparate, iban a por él y le golpeaban a gusto, para volver a la formación como si tal cosa.
A pesar de ello, muchos de los visitantes extranjeros lo consideraban como hechos aislados que nada significaban, uno de esos visitantes, un norteamericano, era el comentarista radiofónico H.V. Kaltenborn, que consideraba algunos informes de personas que sí supieron ver la realidad de lo que estaba pasando, como exagerados e inexactos. Se negaba a admitir que la policía miraba para otro lado cuando se daban incidentes de este tipo, hasta que él mismo, en la persona de su hijo (un niño) vivió la amarga experiencia de uno de estos desagradables episodios.
La misma Martha, cuando estaba de viaje en Nüremberg, con su hermano Bill y un amigo, Quentin Reynolds, un corresponsal de prensa, presenciaron cómo una mujer, con la cabeza rapada y el rostro cubierto de polvo blanco, era “paseada” mientras la multitud la insultaba y se reía. Su delito: Estar casada con un judío. Aquella mujer tenía nombre y apellido, era Anna Rath. Reynolds envió la correspondiente crónica y el jefe de prensa extranjera, fue a verle para decirle que había publicado una mentira, exigiéndole una reparación, hasta que Reynolds le dijo que los hijos del embajador estaban presentes. Martha seguía pensando que era un hecho aislado.
Y así podemos seguir leyendo la multitud de “hechos aislados” que se sucedían en el tiempo y que pocos querían ver como lo que en realidad eran, algo más que un síntoma. A decir verdad, algunos, como los Dodd, sí que fueron cambiando su opinión primigenia y dándose cuenta de que aquello era un aviso muy serio. Sobre todo el embajador lo tenía claro y así, el Día de Colón (el 12 de octubre) de aquel 1933, dio una Conferencia en la Cámara de Comercio de Berlín que levantó ampollas en el régimen. Dodd citó a César, los Gracos, Colbert…, muchas referencias del pasado para hacer ver el peligro de que se permitiera a dirigentes de educación deficiente, dirigir naciones. Los liberales alemanes le felicitaron por decir lo que ellos habían de callar; Roosvelt estaba complacido, pero el Departamento de Estado, consideró que era una prueba más de lo erróneo de su nombramiento.
Hechos como este, o su negativa a asistir a los actos anuales de Nüremberg, por considerar impropio asistir a un evento que servía para magnificar a Hitler, o las cartas que, al final de su estancia en Alemania, escribió a Roosvelt y al Jefe del Estado Mayor Douglas MacArthur, advirtiéndoles de la escalada militar y del peligro inminente de guerra, hicieron que, al final, sus enemigos redoblaran las presiones hasta conseguir su relevo, se quejaban de sus falta de condescendencia con el régimen nazi. Consiguieron que fuera sustituído por Hugh Wilson, un hombre que acusaba a la prensa americana de estar controlada por los judíos, que alababa a Hitler y que admiraba en particular el programa nazi de “fuerza a través de la alegría”, que proporcionaba trabajadores al gobierno sin gastos de vacaciones. Wilson lo veía como una herramienta potente para ayudar a Alemania a resistir los avances comunistas y suprimir la exigencia de mayor salario, un dinero que después “despilfarraban” en cosas estúpidas. Consideraba que ese enfoque sería beneficioso para el mundo, a la larga.
Y es que muchos observadores externos estaban fuera de juego. Hechos tan violentos como los de la famosa Noche de los Cuchillos Largos, el 30 de junio del 34, fueron malinterpretados, lo consideraron como un ajuste de cuentas al estilo de las bandas de Chicago, pero seguían viendo a Hitler como si fuera un estadista responsable. Los años demostraron que el Hitler que llevaba los asuntos exteriores, era el mismo que se había comportado tan salvaje y cínicamente en su país.
En Alemanía, observa Dodd, nadie pega nunca a un perro y es que la ley alemana prohibía la crueldad con los animales y castigaba a los infractores con prisión. En una época en que cientos de hombres eran matados sin juicio ni pruebas de culpabilidad y en la cual la población, literalmente, temblaba, la desconfianza se notaba en las miradas hasta el punto de que a esta mirada se le puso nombre: Der deutsche blick (la mirada alemana), sin embargo, los animales tenían garantizados sus derechos. Ahí Dodd encontraba la más profunda de las ironías: ¡Uno casi deseaba ser caballo!
A todo esto, la mayor preocupación del Departamento de Estado respecto de Alemania, seguía siendo su enorme deuda con los acreedores norteamericanos.
Erik Larson consigue dar una perspectiva humana a la historia, con una prosa ágil, de fácil lectura, entretenida, en la que a través de la mirada de dos personas sencillas, descubrimos, al mismo tiempo que ellos, el horror que se escondía tras la fachada de oropel de las magníficas fiestas a las que eran invitados por su estatus.
En esta obra no hay héroes como los de La Lista de Schiendler, pero hay destellos de heroísmo. Hay que intentar acompañar a los dos inocentes personajes (Martha y su padre) a través del mundo tal y como ellos lo experimentaron, tratando de dejar de lado todo lo que ahora sabemos.
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HISLIBRIS