jueves, 6 de agosto de 2015

HOMBRES BUENOS

Dos miembros de la Real Academia Española de la Lengua, su bibliotecario, Hermógenes Molina y el brigadier retirado de la Real Armada Pedro Zárate y Queralt (cocido por sus colegas como el almirante), son comisionados para viajar a París a fin de adquirir los 28 volúmenes de L'Encyclopédie, ou dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, de Diderot y D’Alembert, obra a la sazón prohibidísima en España.
A modo de modernos Quijote y Sancho, aunque ni don Pedro es un loco, ni don Hermógenes un iletrado, emprenden el trayecto desde España a Francia y lo que sería el viaje de dos comerciantes para comprar puntillas o, en este caso, el de dos expertos para adquirir una obra de arte, se convierte en un relato de aventuras, gracias a la introducción de dos personajes, dos miembros de la misma institución académica, Justo Sánchez Terrón (asturiano de origen modesto, ilustrado ensoberbecido, apodado el Catón de Oviedo, presunto progresista), y Manuel Higueruela (ultramontano y conspirador miserable) que establecen un pacto de canallas, aliándose desde sus supuestos extremos ideológicos por razones viles que les llevan a contratar los servicios del sicario Pascual Raposo, para que trate por todos los medios de hacer naufragar la misión de sus colegas.
Hábil constructor de personajes, Pérez-Reverte da vida no sólo a los dos protagonistas, sino a una pléyade de magníficos secundarios que envuelven la historia principal, haciéndose centro de la misma por momentos y que aderezan logrados retratos del París de la época e incluso una historia de amor galante con la española de origen, madame Dancenis.
Aunque los extensos diálogos de don Pedro y don Hermógenes, que no son sino las voces de los principales pensadores del XVIII, conforman el corpus central de la novela, quizá la mayor originalidad de la misma, junto con la idea que sirve de arranque a la aventura, sea la introducción del mismo autor como personaje del relato. Pérez-Reverte revela al lector las dificultades con las que topa a al hora de establecer escenarios y conformar personajes y también en el momento de dar cuerpo y redactar las ideas que rondan en su cabeza, los recursos que emplea y el trabajo de campo que realiza.
Esto le da pie para despistar del todo al lector no versado y hacerle perder toda referencia a la hora de deslindar realidad de ficción, pues si en el relato de la peripecia de los dos académicos, resulta relativamente sencillo separar personajes y hechos reales o con visos de realidad, de los que son fruto de la imaginación del autor, cuando éste se convierte en personaje, esa facilidad desaparece, porque nos revela fuentes que, en ocasiones, son imaginarias, llegando incluso, en ese juego de despistes, guiños y cierta complicidad con el lector, a citar novelas suyas que no existen o al menos jamás se han publicado, que yo sepa ( El enigma del Dei Gloria o El bailarín mundano).
Hombres buenos es un homenaje del autor a la corporación de la que es miembro de número desde 2003, pero sobre todo, a la ilustración y el racionalismo, causa por la que muchos españoles, no solo académicos, por supuesto, lucharon una batalla que ellos quisieron incruenta, empleando la razón, para traer luces a un país triste y decadente, una reflexión sobre las dos Españas reflejada en las dudas de quienes se encuentran atrapados entre sus deberes patrióticos y el convencimiento de que aquellas ideas que venían de fuera eran buenas para el progreso de esa patria a la que amaban profundamente.
Paréceme haber encontrado cómodo a D. Arturo, como si estuviera en la salsa en la que mejor nada, la que nos trae en algunos de sus celebrados artículos de prensa o en ciertos pasajes de sus obras más exitosas.




2 comentarios:

  1. Disfruté mucho con ese libro que en sí es la añoranza de la ausencia de las ideas de la Ilustración en España.
    Al parecer es cierto que la Academia de la Lengua fue la primera que introdujo la obra (maldita para aquellos espíritus integristas que dominaban al país) y ese hecho aislado merece ser conocido, que es lo que ha pretendido Reverte.

    En otros países, los ilustrados habían impulsado sus reformas apoyándose en una activa e in­quieta clase media. En España esa clase que debía suministrar los misioneros del progreso no existía.

    El nuestro seguía siendo un país campesino, inculto y atrasado, con un pueblo cerril im­permeable a toda idea renovadora. Además, había que contar con el inmenso poder de la Iglesia, gran enemiga de toda inno­vación, y con la resistencia de la nobleza, anclada en sus privile­gios de clase.

    El rústico cacique se cerró al progreso, adoctrina­do por el cura en pausadas tertulias de bizcocho y chocolate, en el cuarto de respeto, con señoras de misa y comunión diaria en­lutadas y dignas.

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