Ignacio Aldecoa, nacido en Vitoria en 1925, escritor que hoy yace casi en ese olvido que a veces el tiempo depara también a los mejores, además de algunos libros que aparecen entre los que componen cualquier lista detallada sobre literatura española de siglo XX, es uno de los mejores autores españoles de relatos cortos y no creo pecar de exagerado. Sus Cuentos completos, editados y prologados por su viuda, Josefina Rodríguez, que tomó el apellido de él tras su prematura muerte cuando tan solo contaba 44 años, son una auténtica delicia, una maravilla de la prosa. Como dice Josefina en el mencionado prólogo: Ignacio era un narrador de raza. Para él, contar historias era una manera de vivir. Contarlas del modo más eficaz y con el lenguaje más bello y expresivo, la meta a la que le conducían su talento, su esfuerzo y su voluntad apasionada de perfección.
El cuento alcanza en la pluma de Aldecoa la naturaleza de sublime, al nivel que pueda tener en autores como Clarín, Borges, Cortazar o Chejov, por su lenguaje depurado, la certeza de sus observaciones y el descarnado retrato que logra transmitir al lector de aquella España gris de posguerra. Plagados de personajes cotidianos, reconocibles, perdedores y soñadores, pobres y clases medias, aspirantes a todo, buscadores de tesoros escondidos, usureros, buscavidas, vagabundos, señoritas bien y menos bien, mediocres oficinistas, enriquecidos con las miserias de los demás, aprovechados de la vida, perseguidos de la sociedad y la policía, maledicentes, cotillas, pobres hombres y mujeres y tantos otros, desfilan por las páginas del libro componiendo un delicado y apetecible festín literario del que los amantes de la lectura, los que no distinguen entre mayor o menor, entre relato breve o novela, sino solo entre buena, mediocre o mala, disfrutarán sin duda.
Como curiosidad, el relato que abre el libro, que guarda el orden cronológico en que fueron escritos, transcurre en tierras zamoranas y comienza así:
En el último pueblo en que actuaron con alguna fortuna fue en Toro. En el último pueblo que tuvieron para comer fue a tres leguas de Zamora por occidente, donde convinieron separarse, una legua más allá, junto a la caseta del peón caminero, a la entrada de Sayaguillo del Camino.
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