Ángela Carballino, una feligresa de ferviente piedad, cuenta la historia de su hermano Lázaro, progresista y agnóstico y de don Manuel, un párroco rural que no cree en la vida eterna, pero que a los ojos de sus feligreses, que desconocen esta peculiaridad, pasa por hombre santo.
La novela, como alguien dijo, es una especie de ménage à trois unamuniano, que chorrea por todos sus poros castidad, piedad y el, para Unamuno, insoluble problema de la Fé. En sus páginas finales se encuentra una de las claves del sentir de Unamuno, más que un sentir, una especie de desesperanzada esperanza: "don Manuel y Lázaro, murieron creyendo no creer (...,) pero sin creer creerlo, creyéndolo en la desolación activa y resignada".
Parece un trabalenguas, una frase sin sentido, pero lo tiene, porque Unamuno llega a pensar de sí mismo, aunque no lo exprese, que cree no creer.
Estos tres personajes, incardinados en Valverde de Lucerna, un pueblecito situado a orillas de un bello lago calcado del existente a los pies de San Martín de Castañeda en la zamorana comarca de Sanabria y circundado por una monumental montaña donde se respira el aire puro del cielo. Unos personajes a los que Unamuno trata con mimo casi maternal.
Don Manuel, el cura de pueblo, es de una santidad de cuento de hadas, pero, a la vez, muy asentada en la tierra, que en sus sermones nunca atacaba a masones, liberales o herejes, al tiempo que no rehuía los trabajos manuales, echando una mano a la gente del pueblo en las labores del campo.
Frente a él, Lázaro, que ha regresado de América rico y sin fe religiosa. Cuando don Manuel le confiese su secreto, Lázaro se convertirá en su fiel discípulo y en su más cercano acólito, precisamente porque comparte ese doloroso secreto y esa creencia descreída.
Estamos ante la que algunos consideran mejor novela de Unamuno, cuestión de gustos, claro, pero en cualquier caso es una especie de testamento espiritual del autor, porque en ella se contiene buena parte del pensamiento unamuniano. Con una prosa funcional y directa, que funciona de forma veloz y sin adornos ni barroquismos, algo que el talento de la pluma del catedrático salmantino no necesitaba, porque no había defectos a disimular.
Una pequeña joya de nuestra literatura.
La profesora de Filosofía nos leía cada tarde un capítulo después de comer, lo que a menudo nos hacía medio sestear o que la mente se nos fuera por los cerros de Úbeda, y sin embargo nos quedó bien imbuida la idea general, para mi sorpresa se me quedó grabado hasta hoy...
ResponderEliminarDentro de todo tuviste suerte. Yo hube de sufrir durante meses a un sargento medio analfabeto, que nos leía cosas que ni él entendía, sobre táctica militar, a esa hora tan intempestiva que citas. Aquello no provocaba sesteos, sino verdaderas siestas.
EliminarCon el párrafo que subrayo expresas el auténtico ser unamuniano. Es una "nivola" que leí de joven y me encantó. Y admiré mucho a Don Miguel.
ResponderEliminarOtra de curas, bastante del estilo, escribió Don Pío y se titulaba "El cura de Mauleón". Claro que sin las dudad metafísicas de Don Miguel.
""don Manuel y Lázaro, murieron creyendo no creer (...,) pero sin creer creerlo, creyéndolo en la desolación activa y resignada".
Parece un trabalenguas, una frase sin sentido, pero lo tiene, porque Unamuno llega a pensar de sí mismo, aunque no lo exprese, que cree no creer. "
Como digo, una pequeña joya (por el tamaño) de la literatura española.
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