¿Pero en manos de quién estamos?
Esta pregunta me la hago algunas veces, no muchas, porque no deseo volverme paranoico o coger una depresión, pero me la hago y supongo que alguno de ustedes se la habrá planteado en alguna ocasión.
De vez en cuando descubrimos una nueva especie de besugo al frente de alguna institución de cierta relevancia, aunque sea la concejalía de festejos del último pueblo de España, cargo no muy importante, pero que quizá durante un par de días al año, cobra notariedad y entonces el besugo se hace notar, unas veces más y otras menos, unas veces sus obras transcienden a una buena porción de público y otras sólo las padecen los más cercanos.
Si vamos subiendo en la escala de la importancia de las organizaciones públicas y privadas, la repercusión de las decisiones que se tomen entre quienes las capitanean, lógicamente, tienen más repercusión en la sociedad.
Esta pregunta me la hago algunas veces, no muchas, porque no deseo volverme paranoico o coger una depresión, pero me la hago y supongo que alguno de ustedes se la habrá planteado en alguna ocasión.
De vez en cuando descubrimos una nueva especie de besugo al frente de alguna institución de cierta relevancia, aunque sea la concejalía de festejos del último pueblo de España, cargo no muy importante, pero que quizá durante un par de días al año, cobra notariedad y entonces el besugo se hace notar, unas veces más y otras menos, unas veces sus obras transcienden a una buena porción de público y otras sólo las padecen los más cercanos.
Si vamos subiendo en la escala de la importancia de las organizaciones públicas y privadas, la repercusión de las decisiones que se tomen entre quienes las capitanean, lógicamente, tienen más repercusión en la sociedad.
¿Y cuanto más imporante es el cargo, más seguridad se tiene de la competencia de quien lo ostenta?
Suele ser así, pero no se cumple necesariamente.
De vez en cuando nos encontramos mendrugos, irresponsables, simples megalómanos o incompetentes varios al frente de organigramas en los que algunos de sus más lejanos subordinados lo harían bastante mejor y, en el peor de los casos, no lo harían con menos cerebro del que demuestra su jefe.
El cómo llegaron allí, suele ser algo que ni ellos, ni casi nadie, sabe explicar, pero están y, una vez que están, su cuota de poder es tan grande, la posibilidad de que alguien les contradiga, tan ínfima, que corremos todos serio peligro el día que se les ocurre poner en práctica alguna de las "brillantes" ideas que se les vienen al coco.
En la peli que hoy comentamos, conocida en España como "¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú", un general estadounidense tiene una teoría sobre la fluoración del agua y la influencia que eso puede tener en nuestros fluidos corporales. Está convencido de que los comunistas están utilizando ese sistema para acabar con la civilización occidental.
Valiéndose de los mecanismos a su alcance, desencadena un ataque nuclear sobre territorio soviético. Nadie puede cancelar las órdenes que ha impartido a los hombres bajo su mando.
La peli de Stanley Kubrick, se estrenó en 1964, en plena Guerra Fría, en el punto más álgido de la carrera armamentística entre las dos superpotencias, cuando el mundo entero, empezando por los propios norteamericanos, temblaba al imaginar lo que podría ocurrir si a alguno de los dos contendientes le diese por desatar el conflicto latente.
Hay que ponerse en la época, con aquella paranoia anticomunista instalada en EE.UU. para valorar en su justa medida la valentía de Kubrick para llevar esta parodia a las pantallas.
Una sátira, sí, pero bastante macabra, porque habla del fin de la humanidad.
El gran realizador nos desnuda su pesimismo por la condición humana y su poca confianza en las instituciones.
Estamos en un mundo en el que la mejor defensa contra el poder del enemigo se ha convertido en llenar nuestros propios arsenales con un sin fin de armas, con el fin de meter miedo al otro de que cualquier conflicto generalizado supondría el fin del planeta y esas armas están en muchas (demasiadas) ocasiones en manos de esos inútiles, desequilibrados e irresponsables de los que hablábamos al principio.
Maravillosas actuaciones del coro de actores, con mención especial para Peter Seller que encarna tres papeles diferentes y encandila con ese Dr. Strangelove, con el que Kubrick quiso parodiar a los exnazis que colaboraron con las potencias occidentales.
El científico de la silla de ruedas, del cuerpo mutilado, cuyo brazo artificial se levanta de manera descontrolada en el inconfundible saludo fascista, que alcanza el éxtasis al imaginar la muerte de miles de personas y que al oír el estallido de las bombas, se levanta de la silla cobrando nuevos brios gracias a la tragedia humana, con esa frase: "Mein führer, puedo caminar"
El Kubrick que nunca deja de sorprender con cada nuevo proyecto, que quizá pudo haber hecho algo más con esta película, es cierto, pero que nos trae una joya del cine satírico. Humor ingenioso e irónico, con una buena pizca de mala leche, para denunciar y poner al mundo sobre aviso de lo que nos puede pasar por culpa de quienes nos tienen bajo su manto, que sólo es protector en apariencia.
Magnífica película,que a pesar del paso del tiempo y de estar contextualizada en un periodo histórico muy determniado -la guerra fría -, no pierde su vigencia.
ResponderEliminarEstoy convencida de que Rubalcaba terminará como el Dr. Strangelove, y su mano y ese tic irán definitivamente por libre...
Saludos.
No me extrañaría lo más mínimo.
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