lunes, 4 de julio de 2016

ZORBA EL GRIEGO

Narra las aventuras de Basil (Alan Bates), un joven británico que viaja a Creta, la gran isla griega, donde ha heredado una mina abandonada que perteneció a su padre, con el fin de recuperar su producción y, de alguna manera, encontrarle sentido a su vida. Por ello la mayor parte de su equipaje lo componen cajas repletas de libros, a modo de sabios maestros, que va a consultar en la que se imagina una bucólica placidez de la isla.
A punto de embarcarse, conoce a Alexis Zorba (Anthony Quinn), un pintoresco personaje, que lo sorprende con su alegría, su vitalidad y ante todo con su verbo suelto, atrevido, inteligente e inesperado. Es una especie de contador de fábulas basadas en sus experiencias de la vida cotidiana.
Basil se deja embrujar por Zorba, quien se convierte en su empleado y amigo, en filósofo, confidente y maestro.
Zorba es un personaje enteramente folclórico, a modo de arquetipo idealizado, en la medida en que representa toda una cultura griega, llena de música y de danzas, de alegría y desparpajo, oscilando entre la bondad y la picaresca, de inteligencia desbordada capaz de concebir inventos y de aceptar el fracaso de los mismos como natural e inevitable, ya que nunca hay que parar de vivir y de ensayar.


La película está basada en una gran novela de Nikos Kazantzakis, que lleva el mismo título y cuenta con una música de antología, que se ha convertido en patrimonio universal. Es un canto a la amistad entre los seres humanos como antídoto a la soledad, a la monotonía y a la mediocridad.


Mihalis Kakogiannis, director del film, fue también el autor del guión que adapta la novela. Este greco-chipriota se dedicó prácticamente durante toda su carrera a adaptar obras de los clásicos griegos al cine y al teatro. Sin embargo, en esta ocasión, se decide a llevar a la gran pantalla esta magnífica novela de Kazantzakis que fue rechazada por unas cuantas productoras, antes de que su amigo Darryl F. Zanuck, diera el empujón definitivo al proyecto.


Con una actuación inolvidable de Anthony Quinn, a quien el gobierno griego concedió la ciudadanía honoraria, igualándole así con Lord Byron, la película está actualmente bastante olvidada, si no fuera por la espléndida música de Mikis Theodorakis y la famosa escena del sirtaki que Quinn baila con el corazón, bajo el luminoso cielo y junto a ese mar que surcaron Odiseo, Jasón, Heracles y Teseo.
La película tiene también muchas escenas memorables y aunque muchos citan el saqueo de la casa de la anciana francesa o el apedreamiento de la viuda, que también lo son y están cargadas de simbolismo, yo me quedo con una espléndida secuencia, por lo que tiene de sencillo y de bien planificado, aquella en la que Basil y la viuda (una hermosa y enigmática Irene Papas), se cruzan en un desierto camino. La pulsión sexual es tremenda sin que nada ocurra, sin una sola palabra, pero es el preludio de la tragedia y, como digo, la composición resulta espectacular. Pero de estas escenas hay para escribir un pequeño tratado y hablar sobre iluminaciones, sombras y luces, encuadres, montaje, planificación y, por supuesto, los excepcionales diálogos, que respetan en gran medida los que hay en la novela original.


La película es sobre todo un canto a la libertad, el personaje interpretado por Quinn, que tiene mucho de pícaro, posee también un espíritu de niño, con una inmensa y tierna capacidad de asombro. En contraposición, el mundo atávico de la Creta de posguerra, una sociedad cerrada y a veces cruel y desconfiada que puede acabar devorando a cualquiera que no se apoye en la amistad y respeto mutuo que encuentran los dos protagonistas uno en el otro, al final no consiguen nada material, el sueño de la mina se frustra, pero una huella indeleble queda en el alma de los dos.




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