Jasmine (Cate Blanchett), es una mujer que no trabaja. Confortablemente casada con Hal (Alec Baldwin), sus preocupaciones principales (y únicas) son organizar fiestas y vestir ropa de diseño.
De vez en cuando acompaña a su marido cuando éste viaja a Europa o a lugares que a ella le resultan atractivos, pero por lo demás, no se molesta en acompañarle en viajes por otros lugares de EE.UU., o en asistir a eventos que a ella le aburren.
Hal se dedica a negocios inmobiliarios y se rodea de personas que le ayudan a captar capitales y a sortear los impuestos de sus ganancias, pero Jasmine, nunca ha querido ver de dónde sale el dinero que le proporciona el espectacular tren de vida que lleva.
Cuando descubre que su marido la engaña con otras mujeres y quiere separarse de ella para casarse con una jovencita, entra en un estado de histeria que la lleva a tomar venganza, así que hace una llamada que deja en evidencia a Hal y cuando se produce su caída al ser detenido, Jasmine se ve arrastrada y su vida de lujo se disipa hasta quedarse sin nada debido a las deudas y fraudes a los que debe hacer frente por culpa de los manejos turbios de su marido en sus negocios.
Cuando ha tocado fondo y se encuentra totalmente en la ruina, decide ir a vivir a San Francisco con su hermana Ginger (Sally Hawkins), a la que hasta hace poco despreciaba por llevar una forma de vida totalmente opuesta a la de ella. Ginger trabaja de cajera en un supermercado, tiene dos hijos y un novio que a Jasmine le parece un patán.
Aunque Jasmine intenta comenzar una nueva vida, se da cuenta de que las aspiraciones que tiene, quedan muy lejos de la dura realidad, intenta trabajar, pero las cosas no salen como ella esperaba. Cada vez ve más lejos su aspiración de retomar su antigua vida de lujo y dispendio y no es capaz de salir de la espiral histéricodepresiva en la que se ha metido.
Con un guión que pasa de puntillas a la hora de profundizar en algunos de los problemas que acucian a los personajes y que recuerda de lejos la inmortal obra de Tennessee Williams Un tranvia llamado deseo, Woody Allen se sumerge en la crítica social, a su manera, claro está, pero poniendo en evidencia a toda una legión de vividores que han hecho del engaño y la apariencia su modo de vida, sin importarles lo más mínimo las consecuencias que sus decisiones puedan tener en quienes les rodean y sin pensar en que por sus manejos desaprensivos puede haber gentes que acaben perdiendo hasta la dignidad de la que ellos carecen.
Leeréis por ahí, junto a grandes elogios, críticas demoledoras del film, seguramente el nivel de exigencia que se tiene para con los trabajos del Sr. Allen, es tan alto que más de uno se muestra decepcionado casi con cualquier cosa que haga y de ahí vienen la mayoría de los varapalos que ha recibido el film.
A mí me ha parecido un retrato logrado y bastante bien planteado de las situaciones que han desembocado en la mayor crisis económica que ha vivido occidente desde el crack del 29.
Es cierto que Woody Allen no profundiza en las situaciones, pero sin embargo los retratos que hace de los personajes, bien que trazados con gruesas pinceladas, son incontestables y eso también tiene mucho mérito y, para mí, es muy difícil de lograr.
Me ha llamado la atención lo bien que consigue transmitir ese sentimiento de superioridad y desprecio hacia las clases supuestamente inferiores que mantienen estos tipos, incluso cuando están en lo más bajo de la espiral en la que se meten ellos solitos a costa del prójimo. Esa sensación de ¿por qué me pasa a mi esto con lo guay que soy?
Quizá en este país nuestro de mierda (con perdón) y podredumbre, se puede lograr mayor empatía con el mensaje del inefable Woody, aquí en el que los Bárcenas, Diaz Ferrán, Matas, Urdangarín, etc., han campado por sus respetos y sus pijas cónyuges se han enterado por los periódicos de lo que hacían sus maridos para tenerlas enjoyadas, envueltas en vestiditos caros y vacacionando en los lugares más cool. Esas princesitas de cuento de hadas que de repente se encuentran con que no saben hacer otra cosa que gastar y que siguen sintiendo asco del portero edificio, del policía que está a la puerta de casa o de la filipina que les limpia el polvo, porque son inferiores.
En fin, la cosa daría para mucho y a mí me parece que Allen ha logrado un film interesante que gira alrededor de una majestuosa interpretación de Cate Blanchett que es capaz de pasar del humor al drama sin cambiar de plano, con un simple (no es simple, claro) cambio de rictus en su cara.
No se pierdan tampoco la interpretación de Sally Hawkins, de un nivel extraordinario y que transmite de maravilla la situación de estos pobres parias (nosotros, al fin y al cabo), que hemos de soportar la prepotencia de los sinvergüenzas.
La fotografía está a cargo del español Javier Aguirresarobe, que ya había trabajado con Allen en la infumable Vicky, Cristina, Barcelona. Sin embargo, mira por donde, en aquella, aunque en su conjunto la película es bastante peor de lejos, el vasco pudo lucir más su arte que en esta en la que queda muy desaprovechado por esa especia de galbana que tiene Woody a la hora de trabajar más algunos planos en plan artístico.
No sabes la pereza que me da...
ResponderEliminarTe entiendo, pero yo con el tío Woody, tengo debilidad.
EliminarMe gusta el argumento y viene ni pintiparado en su aplicación a los vivales y pijas nacionales. Me recuerda mucho la vida de la Mato y demás cuadrilla que sigue pululando por los altos cerros hasta que entren en una prisión cualquier día.
ResponderEliminarEs que parece hecha tomando como argumento nuestros diarios escándalos.
EliminarPara mi todo lo que haga el señorl Sr. Allen en el cine, es un lujo. Y a más, a más la Sra. Cate es mi amor platónico.
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