sábado, 4 de diciembre de 2010

HOGAR

Hace unos días, asistí a un funeral de alguien muy cercano, ya sabéis cómo son a veces esas cosas, el sacerdote, o quien oficie la ceremonia de despedida al cadáver, suele dirigir unas palabras a los congregados que, dependiendo de muchos y variados factores, van desde casi el absurdo, hasta frases estereotipadas que se repiten una y otra vez.
Salvo casos flagrantes de desidia, en los que mejor sería que no dijeran nada, yo entiendo y comprendo que, en la mayoría de las ocasiones, no ha tenido una relación con el fallecido como para meterse en mayores profundidades y sale del paso a base de confortar a los familiares con generalidades porque es difícil hacerlo de otro modo.
Bien, en ese funeral, el sacerdote conocía a la familia y a la fallecida y lo que dijo le salía de dentro y era fruto de ese conocimiento personal que otras veces falta. De todo ello, que son cosas que quedan para quienes allí estuvimos, íntimas en cierto modo, rescato un poema que leyó, que me gustó y del que sólo sé que fue escrito por alguien llamado Pedro, un monje cartujo, con motivo de la celebración de sus 25 años de clausura.


Se me va poblando el cielo
de rostros y corazones,
se va volviendo mi hogar,
llenándoseme de nombres.

No es ya un extraño país
lejano en el horizonte,
es cita donde me aguardan
pupilas que me conocen,
labios que me dieron besos,
pieles que llevan mis roces.

Se me va poblando el cielo
de rostros y corazones,
de gestos ya conocidos
de amor, de abrazos que acogen,

en los que revivir puedo
amadas palpitaciones,
y tantos y tantos sueños
que aguardan consumaciones.
Se me va poblando el cielo
de rostros y corazones:
me gusta saber que Dios
prepara para los hombres
Paraísos que permiten
recuperar los adioses.

Allí se me van llegando
uno a uno mis amores,
con besos hoy silenciosos
que tendrán resurrecciones.

Se me va poblando el cielo
de rostros y corazones,
se va volviendo mi hogar,
llenándoseme de nombres.


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