La dicotomía entre el bien y el mal, ese es básicamente el asunto que trata esta novela de Robert Louis Stevenson, publicada en 1886.
Para algunos una clara crítica a la férrea moral victoriana, imperante en la Inglaterra de la época. Personas que en apariencia llevan una vida ejemplar y que sin embargo se sumergen en el vicio y el desenfreno de manera anónima, fueron un resultado real de esta sociedad que vivía de la apariencia.
Pero hay más en el relato de Stevenson. Jekyll acude a su otro yo cuando él lo desea, se ve empujado hacía su otra forma, pero es él, en definitiva, quien decide el cómo y el cuándo. Se nos viene a decir que sin nuestra voluntad, no hay mal, que si nos vemos inmersos en él, es porque nuestro libre albedrío lo decide. Eso no tiene nada que ver con aquel mundo, ni con aquella sociedad, sino que cobra plena actualidad y la ha tenido en todo el devenir de la humanidad. Quien se ve sojuzgado por un vicio, nos dará mil y una justificaciones: Que no puede luchar contra eso, que es más fuerte que su voluntad... Pero sabemos, el sujeto el primero que lo sabe que, en el fondo, son actos voluntarios, y precísamente la dificultad de superar la llamada del vicio, del placer gratuito, de la depravación, del crimen..., es lo que hace que demos el valor que damos a las personas que habiendo estado sometidas a esa servidumbre, la saben superar.
Se ha dicho que todos tenemos un lado oscuro, que las mejores personas de este mundo lo tienen, la lucha entre esas dos partes del ser humano, es lo que nos trae Stevenson en su novela, en un momento en el que las teorías de Freud, aún no habían sido expuestas.
Además de todo eso, la novela como tal es magnífica, claro que todos lo sabemos todo sobre Jekyll y Hyde, pero si alguien leyera el relato sin tener ningún antecendente, se vería inmerso en un misterio muy bien construído y, hasta el final, no sabría que ambos son la misma persona. No en vano, desde el primer momento, fue todo un éxito de ventas.
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