El 17 de junio de 1779 el general de brigada británico Francis McLean desembarcó y ocupó la península de Majabigwaduce (hoy Castine) al mando de unos 700 efectivos y, tras varios días observando la zona, una vez decidido el emplazamiento que le pareció más conveniente, comenzó la construcción del Fuerte George en el centro de la pequeña península como plaza fuerte para proteger toda la zona. Ante los rumores de la llegada de la expedición rebelde, se preparó para el asedio y dispuso de manera eficaz sus baterías en tierra y las tres únicas balandras de guerra con las que contaba amarradas en un pequeño puerto, de manera que las posiciones se protegían entre sí.
La expedición rebelde, sufragada con fondos aportados por el estado de Massachusetts (el estado de Maine al que pertenece la zona, en aquella época no exitía como tal y formaba parte de Massachusetts), llegó a finales de julio, intentando infructuosamente asediar el inacabado fuerte en una serie de acciones que fracasaron debido principalmente a la desastrosa coordinación de sus fuerzas. Los generales Solomon Lowell y su segundo, Peleg Wadsworth, lideraban las fuerzas terrestres, mientras que el jefe de la fuerza naval era el comodoro Dudley Saltonstall.
El general escocés McLean consiguió mantener a raya a los rebeldes gracias a una fuerza más profesional, mejor adiestrada y, sobre todo, mejor dirigida en sus acciones por un mando competente y una coordinación eficaz de las fuerzas terrestres y navales, comandadas estas últimas por el capitán Henry Mowat. Mientras tanto en el otro bando, increíblemente, las acciones militares se debatían en incontables y tediosos consejos convocados por Lowell y se tomaban decisiones por votación.
El 13 de agosto de 1779 llegó una flotilla británica de relevo desde Nueva York, compuesta por diez buques de guerra al mando del comodoro George Collier quien inmediatamente atacó a la flota rebelde. Durante los dos días siguientes la flota norteamericana huyó desordenadamente corriente arriba del río Penobscot hostigada por Collier. Finalmente se produjo el desastre, algunos barcos fueron capturados o hundidos por los británicos y el resto quemados por sus propias tripulaciones, que desembarcaron y se dispersaron por la ribera del río en caótica retirada viéndose obligados a huir a pie e intentar llegar a Boston, a 300 kilómetros de distancia, prácticamente sin municiones ni comida.
Estos son los hechos, hechos históricos, por otra parte, de lo que fue en boca de algunos, el mayor desastre naval de los EE.UU. hasta Pearl Harbor. Bernard Cornwell los toma como base para novelar la historia, respetando casi todo lo que hubo y añadiendo algunas escenas de su propio imaginario, en lo que viene a ser una brillante novela que hará las delicias de muchos aficionados al género histórico y a algunos de los que gustan de la novela en general.
Cornwell nos sumerge en el paisaje neblinoso de la bahía del río Penobscot y va intercalando lo que se vive en uno y otro bando, para que el lector tenga clara conciencia del discurrir de los acontecimientos y el cómo y el porqué de lo que allí sucedió. El funcionamiento de la bien engrasada maquinaria del ejército británico, su experiencia y la coordinación que mantuvo en todo momento con las balandras de guerra capitaneadas por Mowat, o la habilidad y la veteranía de Francis McLean, a quien no le importa ir cediendo algunas de las posiciones, retirando tropas hacia el fuerte, con el fin, sobre todo, de ganar tiempo, que el enemigo consideraba como grandes victorias, cuando el escocés tenía previsto todo lo que iba ocurriendo. Mientras en el bando contrario, junto a los eficientes marines de verde casaca, que demostraron arrojo, valentía y orden, peleaban hombres de la milicia, muchas veces reclutados obligatoriamente que, como se vio más adelante, más parecían el ejército de Pancho Villa que una tropa regular. Al fin y al cabo, simples granjeros, en ocasiones inflamados de ardor patriótico, pero que, a la menor adversidad, salían por piernas, deseando regresar cuanto antes junto a sus familias y posesiones.
Cornwell retrata con habilidad la incompetencia del mando rebelde, formado por militares no profesionales y por el Comodoro Saltonstall, a quien, cuando todo acabó, se hizo único responsable del fracaso de la expedición, exonerando al resto, cuando él tuvo una parte en ello, evidentemente, pero la mayor carga de responsabilidad debió recaer en las espaldas de Solomon Lowell, por dejar pasar el momento y la oportunidad de arrasar el fuerte que, cuando llegaron allí, no tenía prestas las defensas y a cuyos defensores dio tiempo para que se fortalecieran hasta la llegada de las tropas de socorro, sin haber enviado ningún ataque frontal contra Fort George. Algunos estudios recientes hablan de una conspiración de Massachusetts para conseguir hacer responsable a Lowell que comandaba tropas continentales (pertenecientes al ejército del Congreso de los balbucientes EE.UU.) y de este modo, tener un fundamento para solicitar compensaciones económicas al gobierno de la nueva nación que repararan, al menos en parte, las pérdidas sufridas por culpa del desastre. Un tema nada baladí, si tenemos en cuentas que el estado de Massachusetts se había gastado en la expedición lo que algunos expertos cuantifican en el equivalente a 300 millones de dólares actuales. De hecho, supuso la bancarrota para Massachusetts.
Bien documentado, Cornwell hace gala de cierto dominio del lenguaje bélico, pero en este caso, especialmente de la terminología naval, haciéndonos revivir combates entre los navíos y entre estos y las fuerzas de tierra, en los que el realismo descriptivo cobra todo el colorido.
El libro narra lo que podríamos llamar grandes sucesos, pero tiene la habilidad de crear una atmósfera más cercana con la relación de los pequeños detalles, e historias paralelas, estos sí, muchas veces inventados por Cornwell, aunque sus protagonistas sean personajes reales.
En uno de los pasajes narra el encuentro entre los generales contendientes Peleg Wadsworth y Francis McLean, un hecho que no se produjo en realidad, con una curiosa conversación entre ambos en la que el americano esgrime las razones del levantamiento, la lucha por la libertad frente al despotismo del rey de Inglaterra que les avasalla con impuestos que tacha de injustos y que no reportan ningún beneficio para los súbditos de las colonias. A ello, el militar inglés le replica preguntándole si es dueño de muchos esclavos y acaba sentenciando que ya ve lo mal que les ha ido bajo la terrible opresión inglesa a los magnates terratenientes y ricos comerciantes americanos principales promotores del secesionismo.
Un libro muy entretenido, con personajes estupendamente definidos, a los que acabamos conociendo a la perfección, no sólo a los principales, sino a los muchos secundarios que pueblan sus páginas y cuyas actuaciones casi llegamos a adivinar por lo bien que el autor nos ha acercado a su manera de pensar y comportarse.
NOTA: Tras la evacuación de Boston en 1776, muchos lealistas a la corona británica, se trasladaron, con sus familias y todos los bienes que pudieron llevar consigo a lo que pretendía ser una extensión de la provincia británica de Nueva Escocia, en el sureste de Canadá. Esta fue una de las razones del envío de tropas británicas a la bahía del río Penobscot. Los rebeldes nunca lograron conquistar Fort George, que fue entregado por los británicos a raíz de la Paz de Versalles, tratado por el se reconoció la independencia de la las 13 colonias americanas.