Despedido por transmitir valores antiestadounidenses, tales como la inevitabilidad del fracaso, en un instituto escolar para disléxicos al que llegó por una concatenación de sucesos, Eugene Debs Hartke, veterano de Vietnam, acaba recalando como alfabetizador en la prisión de máxima seguridad ubicada cruzando el lago y ahora está a la espera de juicio en su contra acusado de ser el autor intelectual de una fuga de presos y el posterior asesinato de varias personas.
Como muchos personajes que se convierten en narradores de las obras de Kurt Vonnegut, Hartke no es culpable de los crímenes que le imputan, aunque sí de otros. Encarcelado en la biblioteca del colegio en el que diera clases y escribiendo en trozos de papel, Hartke garabatea fragmentos de la historia que no figurarán sino como una nota al pie en los archivos oficiales. Corre el año 2001 (la novela fue publicada en 1990), unos Estados Unidos endeudados han vendido la mayor parte de sus activos a capitales extranjeros, la industria cultural embota la capacidad de discernimiento y la creatividad de los ciudadanos, la cultura del entretenimiento aplana cualquier posibilidad de reflexión crítica. Frente a la pérdida de capital y su deriva financiera, frente a la captura del pensamiento por la uniformidad discursiva y de la realidad por el simulacro, Vonnegut se erige en una especie de quincallero que recoge los restos del desastre, convencido de que la idiotez puede ser ilimitada y que su función es dar testimonio de ello.
El libro es una sátira distópica y muy ácida sobre algunos aspectos de la sociedad estadounidense.
Hay un pasaje que no me resisto a reproducir resumido:
Un alumno del colegio del que ha sido expulsado el protagonista, le contó una historia que le sucedió tiempo atrás, cuando acudió a unos grandes almacenes con su niñera haitiana, que deseaba comprar juegos de cama y enviárselos a sus familiares de Haití. El ascensor, abarrotado de gente, se quedó atascado y en el tiempo que tardaron en rescatarlos (seguramente no más de 20 minutos), el pequeño Bruce Bergeron se imaginó estar protagonizando un gran acontecimiento en la historia de los EE.UU. Imaginó, no ya a sus padres, sino al Presidente de la Nación, siguiendo el rescate por televisión y que cuando éste acabará, saldría a recibirlos una gran muchedumbre con banda de música y todo.
El pequeño Bruce esperaba que les dieran un gran banquete y que le pusieran una medalla por haberse aguantado el miedo y no haber dicho que tenía que ir al baño.
Cuando las puertas del ascensor acabaron abriéndose, apareció el tinglado de las rebajas y unos clientes normales que esperaban tranquilamente el ascensor sin tener idea de que hubiera ocurrido algo fuera de lo común. Lo que estas personas deseaban era que salieran los ocupantes actuales para poder entrar ellos. Ni siquiera hubo nadie de la dirección de los almacenes que acudiera a pedirles perdón por lo sucedido y asegurarse de que nadie hubiera sufrido ningún daño.
—¿Sabes a qué se ajusta perfectamente tu historia? —le pregunté yo.
—No —dijo él.
Yo le dije:
—A cuando volvimos de la Guerra de Vietnam.