Los derroteros que toma la vida de las personas, dependen en ocasiones de una decisión momentánea, de decidir pararse o caminar, de ponerse del lado de unos u otros y quien hoy está en la cumbre, mañana puede verse proscrito.
Cuando imagino a Joachim Murat, vienen a mi mente, por supuesto, los retratos de Gérard que todos hemos visto alguna vez reproducidos en los libros de historia, pero también otro retrato, el que hace de este Mariscal de Francia y Rey de Nápoles, nuestro Arturo Pérez-Reverte en “La sombra del águila” (de sus obras, la que más aprecio), con entorchados hasta en la bragueta, pelo rizado con tenacillas y valiente como un choto joven, diciéndole a Napoleón: “Sugiero una carga, Sire”
Este librito, fruto de la pluma de Alejandro Dumas, nos acerca a lo que fueron los días finales del hombre que, ya cuando nos es presentado en la ciudad de Tolon, ha dejado de ser rey de Nápoles y se lamenta de que Napoleón no quiera saber nada de él en los días previos a lo que será la batalla que decidirá el destino de Europa: Waterloo.
Murat vive escondido en los alrededores de esa ciudad francesa, gracias a la caridad de algunos amigos y familiares, hasta que enterado de la derrota definitiva de Napoleón, se pone en manos de los austriacos que le conceden un salvoconducto, para unirse a su familia en este país centroeuropeo y vivir una existencia discreta.
Dumas, a partir de ahí, novela la peripecia del Duque de Berg que, ayudado por unos cuantos conocidos, embarca hacia Córcega, donde, ante su sorpresa, es recibido por con agasajos por la población y, contra el consejo de los más prudentes que le instan a que haga valer los documentos que porta y se ponga baja la protección de Austria, se deja llevar por los cantos de sirena de unos cuantos veteranos allí refugiados, comenzando un periplo que le llevará a las costas italianas, con la pretensión de recuperar el reino perdido.
Dumas, viajero empedernido, hace un jugoso relato, tanto de la travesía del continente a Córcega, como de esta isla hasta Italia, con tormentas y tempestades incluidas, todo muy efectista, pero cargado de cierta épica.
Los momentos finales, ya en Italia, nada tienen que ver con lo esperado, ya que sus antiguos súbditos siempre habían añorado a los Borbones, incluso durante el breve reinado de Joaquín I y ahora, de nuevo bajo el cetro de Fernando IV (que había sido restaurado en el trono tras la derrota de Murat en Tolentino), reciben con hostilidad a la comitiva francesa. Las dificultades en la travesía, habían empujado a su insignificante flota hacia las costas calabresas y, apenas pisada la arena de sus playas, fue consciente de que aquello era el principio del fin.
Aunque sabemos que Murat suplicó por su vida, todo esto lo adorna Dumas presentándonos a un hombre orgulloso que sabe llevar con dignidad su cautiverio, con muchos detalles de esos que tanto gustan a los amantes de los antiguos usos militares, con oficiales que, aunque enemigos en la batalla, se comportan como caballeros tras haber rendido su sable el oponente.
Relato corto, de fácil y entretenida lectura, con la prosa de quien tiene mucho oficio a la hora de manejar la pluma y no exento de la calidad literaria que esperamos de cualquier grande de las letras, con un retrato amable del hombre que dirigió a sangre y fuego la dura represión de los levantamientos del dos de mayo, pero también del soldado que destacó en Jena y Eylau, cuyo nombre figura en el parisino Arc de Triomphe junto al de los otros grandes mariscales de Francia.
Fiel a esos retratos que comentaba al principio del pintor François Gérard, es el que hizo de sí mismo, cuando frente al pelotón de fusilamiento, pronunció las que han pasado a la Historia como sus postreras palabras: Sauvez ma face, visez à mon cœur... Feu! (Respetad mi rostro, apuntad al corazón... ¡Fuego!).
Puede verse la reseña en HISLIBRIS.
Cuando imagino a Joachim Murat, vienen a mi mente, por supuesto, los retratos de Gérard que todos hemos visto alguna vez reproducidos en los libros de historia, pero también otro retrato, el que hace de este Mariscal de Francia y Rey de Nápoles, nuestro Arturo Pérez-Reverte en “La sombra del águila” (de sus obras, la que más aprecio), con entorchados hasta en la bragueta, pelo rizado con tenacillas y valiente como un choto joven, diciéndole a Napoleón: “Sugiero una carga, Sire”
Este librito, fruto de la pluma de Alejandro Dumas, nos acerca a lo que fueron los días finales del hombre que, ya cuando nos es presentado en la ciudad de Tolon, ha dejado de ser rey de Nápoles y se lamenta de que Napoleón no quiera saber nada de él en los días previos a lo que será la batalla que decidirá el destino de Europa: Waterloo.
Murat vive escondido en los alrededores de esa ciudad francesa, gracias a la caridad de algunos amigos y familiares, hasta que enterado de la derrota definitiva de Napoleón, se pone en manos de los austriacos que le conceden un salvoconducto, para unirse a su familia en este país centroeuropeo y vivir una existencia discreta.
Dumas, a partir de ahí, novela la peripecia del Duque de Berg que, ayudado por unos cuantos conocidos, embarca hacia Córcega, donde, ante su sorpresa, es recibido por con agasajos por la población y, contra el consejo de los más prudentes que le instan a que haga valer los documentos que porta y se ponga baja la protección de Austria, se deja llevar por los cantos de sirena de unos cuantos veteranos allí refugiados, comenzando un periplo que le llevará a las costas italianas, con la pretensión de recuperar el reino perdido.
Dumas, viajero empedernido, hace un jugoso relato, tanto de la travesía del continente a Córcega, como de esta isla hasta Italia, con tormentas y tempestades incluidas, todo muy efectista, pero cargado de cierta épica.
Los momentos finales, ya en Italia, nada tienen que ver con lo esperado, ya que sus antiguos súbditos siempre habían añorado a los Borbones, incluso durante el breve reinado de Joaquín I y ahora, de nuevo bajo el cetro de Fernando IV (que había sido restaurado en el trono tras la derrota de Murat en Tolentino), reciben con hostilidad a la comitiva francesa. Las dificultades en la travesía, habían empujado a su insignificante flota hacia las costas calabresas y, apenas pisada la arena de sus playas, fue consciente de que aquello era el principio del fin.
Aunque sabemos que Murat suplicó por su vida, todo esto lo adorna Dumas presentándonos a un hombre orgulloso que sabe llevar con dignidad su cautiverio, con muchos detalles de esos que tanto gustan a los amantes de los antiguos usos militares, con oficiales que, aunque enemigos en la batalla, se comportan como caballeros tras haber rendido su sable el oponente.
Relato corto, de fácil y entretenida lectura, con la prosa de quien tiene mucho oficio a la hora de manejar la pluma y no exento de la calidad literaria que esperamos de cualquier grande de las letras, con un retrato amable del hombre que dirigió a sangre y fuego la dura represión de los levantamientos del dos de mayo, pero también del soldado que destacó en Jena y Eylau, cuyo nombre figura en el parisino Arc de Triomphe junto al de los otros grandes mariscales de Francia.
Fiel a esos retratos que comentaba al principio del pintor François Gérard, es el que hizo de sí mismo, cuando frente al pelotón de fusilamiento, pronunció las que han pasado a la Historia como sus postreras palabras: Sauvez ma face, visez à mon cœur... Feu! (Respetad mi rostro, apuntad al corazón... ¡Fuego!).
Puede verse la reseña en HISLIBRIS.
Murat fue un carnicero que progresó y alcanzó honores y gloria, entre otras cosas, gracias a ser cuñado de Napoleón.
ResponderEliminarSu acciones en el levantamiento del dos de mayo de 1808, que Murat reprimió a sangre y fuego, ordenando disparar a la multitud indefensa y desarmada que se congregaba ante el Palacio Real le descalifica como militar y lo lleva a la categoría de simple criminal.
Al final,como bien señalas,Murat pidió clemencia y suplicó por su vida- otro gesto que denota el verdadero caracter del gabacho-.
El día de su fusilamiento no aceptó la silla que le ofrecieron y tampoco consintió que le vendaran los ojos, diciendo: J'ai bravé la mort trop souvent pour la craindre. (He desafiado a la muerte en demasiadas ocasiones como para tenerle miedo).
A buenas horas...
Queda claro que le aprecias, Natalia.
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