Noriko (Setsuko Hara) vive con su padre viudo y cuida de él, pero ya va siendo muy mayor para permanecer soltera. Su padre desearía casarla, aunque ello represente su definitiva soledad. Lo malo es que el candidato a matrimonio se casa con otra mujer. Su tía Masa (Haruko Sugimura) le presenta a un joven, a pesar de que ella desearía cumplir con lo que estima es su deber y seguir atendiendo a su padre.
Un argumento sencillo para una gran película. Y es que está claro que el cine es bueno o malo en función del arte, la inteligencia o la buena mano de quienes lleven a la pantalla lo que está en el guión o la idea sobre la que este se sustenta. Grandes ideas, magníficos argumentos y malos resultados, estamos hartos de verlos.
La historia gira en torno al afán de casar a la protagonista, algo que parece ser que en las familias niponas de los años 30 y 40 del pasado siglo, tenía suma importancia. A partir de ahí, Yasujirō Ozu reflexiona sobre la confusión en que vive el Japón de la posguerra (aún estaban allí los americanos supervisándolo todo) y quienes lo habitan. Por un lado, las tradiciones, tan importantes en un país aferrado a sus costumbres milenarias y, por otro, el progreso, que ya está ahí invadiendo absolutamente todos los ámbitos de la vida diaria.
Este choque de situaciones lo vemos reflejado en lo que es el día a día en casa de los Somiya y de algunos de los personajes que en ella se mueven: Los mayores viviendo como siempre, más o menos, los jóvenes, como la propia protagonista y su amiga Aya (Yumeji Tsukioka), asimilando y tomando como propias algunas de las nuevas costumbres (a veces visten con pantalones, Aya trabaja para ganarse la vida y está divorciada...). Hay unas escenas que reflejan muy bien este cambio de pequeñas cosas que, por anecdóticas que parezcan, resultan ser las más importantes: Aya ha ido a visitar a su amiga, que está fuera y, mientras llega, el señor Somiya la invita a sentarse, en el suelo, claro. Cuando Noriko regresa, Aya se pone en pie y se toca las piernas. A la pregunta de si le ocurre algo, responde que se le han dormido y cuando suben a la habitación de Noriko, se sientan en butacas altas, nada de estar en el suelo.
De estos detalles hay unos cuantos en el film que reflejan claramente los progresivos cambios de hábitos.
Ozu rueda con su habitual estilo que tiene algo de mágico, con esas tomas a ras de suelo (solución sencilla: si en las casas japonesas, viven prácticamente en el suelo, para qué vamos a levantar la cámara), nos mete en la historia desde la primera escena en que asistimos a la ceremonia del té, rodada con esa calma tan típica del cine oriental, como muchas otras escenas del film y algunas de las transiciones en que, sencillamente y de manera fugaz, vemos moverse la hierba, las flores y las ramas, mecidas por la suave brisa.
Maestro del encuadre, apenas recurre al movimiento de cámara (¿para qué, si las composiciones están perfectamente planificadas?) y cuando lo hace, mueve la cámara con una soltura maravillosa, como en las secuencias del paseo en bicicleta en que logra transmitir toda la alegría y la sensación de libertad que viven los personajes en esos momentos.
Una película de apariencia sencilla, pero muy bonita, con magníficas interpretaciones, llena de detalles (jamás la acción de pelar una simple manzana encerró tanto simbolismo) y la sensación que a uno le queda de haber presenciado una obra maestra del cine.
El sosiego que transmiten las películas de Ozu tiene algo de la liturgia sintoísta. Te recomiendo encarecidamente la lectura de los libros "La poética de lo cotidiano" (Gallo Nero, traducción de Amelia Pérez de Villar), en la que el propio director expone sus ideas sobre cine, y "La casa de Ozu" (Shangrilá), tesis doctoral de la arquitecta Marta Peris Eugenio, en la que la autora analiza los espacios domésticos en los que transcurre la filmografía del cineasta japonés.
ResponderEliminarMuy amable por tus recomendaciones.
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