Obra póstuma del celebrado autor norteamericano Mario Puzo, en la que trabajó durante los últimos años de su vida. Mientras tanto iba escribiendo otros libros y cuando le faltaba la inspiración o deseaba tomarse un descanso, volvía a ella, hasta que, cuando la muerte le sorprendió en 1999, la novela quedó inconclusa, encargándose de finalizar el trabajo su asistente personal y compañera en los últimos años de su vida, la escritora Carol Gino, junto a su abogado el historiador Bertram Fields. Ambos habían trabajado con Puzo en la novela en vida de este. Carol recuerda el siguiente diálogo:
—Te ayudaré a acabar el libro sobre los Borgia —le dije un día de 1995, después de mantener con él una interesante conversación sobre la naturaleza del amor, las relaciones y la traición.
—No quiero que nadie colabore conmigo en ningún libro hasta que me haya muerto —dijo, con una sonrisa en sus labios.
—Muy bien —dije— ¿Y qué haré entonces con un libro inacabado?.
—Mi voz estaba calmada, aunque mis nervios no lo estaban.
Mario se rió.
—Acabarlo —me dijo.
—No puedo acabarlo. No recuerdo todo lo que me enseñaste —le dije, incapaz de imaginar mi vida sin él.
Me dio una palmada en el hombro y me dijo:
—Claro que puedes. Conoces perfectamente la historia. La hemos comentado muchas veces
y yo ya he escrito muchas páginas. Serás capaz de añadir las piezas que faltan.
Puzo calificó esta novela como "otra historia familiar", tal como solía describir su obra "El padrino". De hecho la novela no es un alarde erudito, aunque respeta la ambientación y los acontecimientos históricos, el autor recrea el mundo de los Borgia a su manera, con una mirada que no está exenta de amor y ternura, huyendo de sensacionalismos y aunque es cierto que no elude la infamia en la que viven, no son meros personajes sumidos en la misma, sino que Rodrigo Borja, el que será Papa con el nombre de Alejandro VI, es un padre amante de su prole, incapaz de creer en un Dios enemigo del placer y abrumado por la responsabilidad de ordenar la muerte de inocentes para garantizar la estabilidad política. Lucrecia tampoco es esa mujer fatal que envenena a sus maridos entre un amante y otro, sino una joven confundida y delicada, cuyo amor incestuoso sólo es una prolongación de su adoración por su hermano César. En cuanto a éste, lejos de esa perversidad que le atribuyen sus enemigos, todo revela que conoce la indulgencia y el sentido de la amistad. Su sensibilidad le permitirá apreciar la escultura del joven Buonarroti o conversar con Maquiavelo sobre el arte de gobernar.
La Roma del momento no era una ciudad bendita; era un lugar sin ley. En las calles, los ciudadanos eran asaltados y sus hogares saqueados, las prostitutas campaban a sus anchas y cientos de personas morían asesinadas.
Dentro de los límites de la península itálica, el destino de cada ciudad era regido por rancias familias, reyes, señores feudales, duques u obispos. En lo que hoy es Italia, los vecinos luchaban entre sí por sus tierras, y aquellos que lograban la victoria siempre se mantenían en guardia, al acecho de la siguiente invasión.
Las potencias extranjeras, siempre ávidas de conquistas, suponían una constante amenaza para los pequeños feudos de Italia. Los soberanos de España y Francia luchaban por ampliar sus fronteras y los turcos amenazaban las costas de la península.
La Iglesia y la nobleza se disputaban el poder. Tras el Gran Cisma, cuando la existencia de dos papas dividió la Iglesia y redujo de forma dramática sus ingresos, la restauración de un único trono papal en Roma auguraba una nueva etapa de esplendor para el papado. Más poderosos que nunca, los líderes espirituales de la Iglesia sólo debían enfrentarse al poder terrenal de los reyes y los señores feudales. Y, aun así, la Santa Iglesia vivía sumida en una constante agitación, pues la corrupción se había asentado hasta en las más altas esferas del papado.
Ignorando sus votos de castidad, los cardenales visitaban asiduamente a las cortesanas e incluso mantenían varias amantes al mismo tiempo. Los sobornos estaban a la orden del día y los clérigos eximían a los nobles de sus deberes para con Dios y perdonaban los más atroces pecados a cambio de dinero.
Se decía que en Roma todo tenía un precio; con suficiente dinero se podían comprar iglesias, perdones, bulas e incluso la salvación eterna.
Así era la vida en el Renacimiento. Así era el mundo del cardenal Rodrigo Borgia y de su familia y así pinta la historia que narra Puzo, enmarcando los actos de los Borgia en el ambiente en que vivían, como si una especie de fatalismo les hubiera obligado a ser y actuar como eran y obraban. Este descarnado realismo es la motivación última de los Borgia y es como si el autor considerara que condenarlos a ellos sería condenar al género humano.
Magnífica descropción la que haces del libro de Mario Puzo sobre los Borgia.
ResponderEliminarEs la biografía que más me ha gustado de todas las que he leído sobre esa familia.
Sin ocultar nada del abyecto comportamiento de esta peculiar familia, Puzo les trata con cierta comprensión, incluso con cariño.
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