«Les comunico que se cometerá un crimen en la iglesia de Saint-Fiacre durante la primera misa del día de difuntos.»
Este anónimo enviado por la Policía Municipal de Moulins, ha llegado hasta la mesa del comisario Maigret, tras recorrer durante varios días los despachos del Quai des Orfèvres.
Saint-Fiacre, cerca de Matignon, es el lugar de nacimiento del comisario, su padre había sido administrador del castillo de la localidad durante treinta años, y eso fue lo que le impulsó a dirigir sus pasos hacia allí, donde se hospedará en la única fonda del pueblo, la de Marie Tatin, una antigua compañera de escuela, que no le reconoce.
La presencia en la iglesia de la condesa de Saint-Fiacre, que desde el fallecimiento de su esposo ha ido coleccionando amantes (jóvenes gigolós, cuya presencia escandaliza a los vecinos) y a la que vio por última vez cuando ella tenía unos veinticinco años y él era un crío que la admiraba en la distancia, los desayunos en la rectoría, las vidrieras, el ritual de la misa, todo contribuye a llevarle a su infancia y demostrarle que todo ha cambiado.
Cuando acaba la misa, descubre que la condesa está muerta, aparentemente de un ataque al corazón.
Simenon nos va presentado a los personajes, posibles sospechosos, que interactuan entre sí, pero también nos trae a un Maigret nostálgico, inmerso en sus recuerdos de infancia, sus juegos en el patio del castillo o como monaguillo de la iglesia en que se comete el crimen.
Al final serán las circunstancias más que sus propias averiguaciones las que le lleven a establecer cómo se cometió el crimen contra la condesa, utilizando un arma muy original que no deja rastro de culpabilidad.
Esta es la decimocuarta novela de la serie.
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