Pocos acontecimientos de la Historia habrán merecido tanta atención como la Segunda Guerra Mundial. Cientos de películas, miles de libros, cientos de miles de artículos y tesis u obras consideradas menores, han tratado sobre ella, en muchas ocasiones sobre aspectos puntuales, eso sin contar los documentos gráficos y la gran cantidad de documentación que tenemos relativa a lo acontecido en tamaño episodio de la Humanidad.
Después de esto, ¿queda algo que no sepamos, algo de lo que no se haya hablado? Parece imposible, a no ser que se trate de alguna historia aislada. Sin embargo el libro que ha escrito el exitoso empresario petrolífero Robert M. Edsel en colaboración con Bret Witter, nos acerca a una actuación ingente que duró mucho tiempo, se extendió más allá de la firma de armisticio en Europa y, de un modo u otro, tenía repercusiones en todo el territorio del viejo continente. A pesar de todo ello, prácticamente no conocemos nada de lo que aquí se nos cuenta, se trata, ni más, ni menos, que de la recuperación del patrimonio artístico que había sufrido los avatares del conflicto armado, al menos de una parte de él, la parte que sobrevivió o pudo ser localizada.
El término “efectos colaterales” se ha puesto de moda en los últimos tiempos, sin embargo siempre se ha sabido que las guerras han producido daños a personas, seres y objetos que nada tenían que ver con ellas. El arte es uno de los damnificados y la labor de estos hombres y mujeres que participaron en la sección de Monumentos, Bellas Artes y Archivos (MFAA eran sus siglas en inglés), fue la de una especie de guerreros del arte encargados de salvar todo lo posible.
Resulta fácil imaginar la lucha que hubieron de sostener en un ambiente que no podía ser más hostil. ¿Se imaginan un ejército en plena batalla y a un capitán, un teniente, cuando no un simple soldado, tratando de que se tenga cuidado con tal o cual edificio porque en su interior hay un cuadro o una estatua de gran valor artístico? Lo podemos imaginar, igual que las respuestas que recibirían o las caras que tendrían que ver más de una vez cuando trataban de realizar su trabajo. Justificar la necesidad de preservar los monumentos de los países ocupados por los nazis, como Francia o Bélgica, era relativamente sencillo, pero ¿y en Alemania? Salvar la cultura del aliado entraña poco mérito. Apreciar la cultura del enemigo, arriesgar la propia y la de los demás por salvarla, devolvérselo todo nada más vencida la batalla… suena descabellado, pero ese era exactamente el plan de los hombres de monumentos.
Y sin embargo, ellos eran conscientes de dónde estaban y de las reacciones que podían suscitar sus demandas, pese a lo cual no desfallecieron. Continuaban con su labor, en ocasiones infructuosa, otras con unos resultados de los que sólo ellos eran conscientes porque sabían que habían logrado preservar para las generaciones futuras una parte de un legado impagable.
No todo eran decepciones o falta de interés por parte de sus compañeros o superiores, también había muchas personas que, en ocasiones llevadas por el entusiasmo que veían en estos “locos” del arte, colaboraban en la medida de sus posibilidades. Como dijo alguno de ellos, despertar la curiosidad de estos tipos sanos quizás era más importante que los propios monumentos en sí.
El libro nos explica el inmenso plan de saqueo que tenían elaborado los nazis, cuyos expertos en arte habían recorrido, tiempo atrás, varios países europeos, confeccionando inventarios secretos para cuando Hitler conquistara cada nación. Sus agentes conocían el nombre y localización de todas las obras con valor cultural y artístico.
Hitler, de joven, había soñado en convertirse en artista y arquitecto. Su sueño quedó frustrado cuando un comité de supuestos expertos, que en su opinión debían de ser judíos, rechazaron su solicitud de ingreso en la Academia de Bellas Artes de Viena. Tras una década, al fin se le reveló su auténtico destino: No había sido llamado a crear, sino a reconstruir. Desde ese momento, el hombre que puso en peligro la continuidad de la civilización occidental, se fijó el objetivo de convertir a su ciudad natal, Linz, en un gran centro cultural y allí iban a ir a parar muchas de las obras que rapiñaron durante años por los lugares que iban conquistando.
Sin embargo había otras razones más prosaicas, lo jerifaltes nazis, Hitler incluido, se las daban de amantes del arte, cuando eran simples acaparadores. Los episodios que narran el infame saqueo del Jeu de Paume, en París, con oficiales corruptos que se quedaban lo que les venía en gana, o Göring, supervisando los envíos y apartando lo que quería para él mismo, son sólo una pequeña muestra de lo que debió ser la mayor operación de saqueo de obras de arte, perfectamente planificada.
Junto a la visión general, el libro es también una historia de personas. A través de cartas familiares o testimonios personales, nos acercamos a los sentimientos y a las aventuras individuales de cada uno de los hombres que formaron el núcleo primigenio de esta peculiar sección. Vivimos sus emociones cuando visitaban las ruinas de la casa natal de Beethoven; cuando por fin encontraron “La adoración del Cordero Místico”, más conocido como el Retablo de Gante, la obra de arte de mayor valor robada por los nazis; o el hallazgo y recuperación de la Madonna de Miguel Ángel (la única obra del genial artista que salió de Italia en vida del artista), que había sido robada con nocturnidad de la Catedral de Brujas…
Conocemos la labor de personas que no han pasado a la posteridad, o de otras que, en un momento determinado, se jugaron, como mínimo, su porvenir, cuando no la propia vida, por oponerse a los interesados deseos de los jefes nazis, como el conde Franz von Wolff-Metternich (el nazi bueno, como le apodaba uno de los oficiales de monumentos) o la trabajadora del Jeu de Paume, Rose Vallant, cuyas informaciones, custodiadas con tesón, fueron fundamentales para el descubrimiento de obras de arte sustraídas en Francia.
Historias muchas veces sentimentales, como la del soldado Harry Ettlinger, que sirvió en la sección de Monumentos. Harry era un judío alemán que hubo de huir a los EE.UU. con su familia cuando sólo era un niño. Su padre era un veterano de la I Guerra, condecorado por haber sido herido en la ciudad francesa de Metz. Fue el último muchacho que celebró la Bar Mitzvá en la sinagoga de Kronenstrasse, en Karslruhe antes de que fuera quemada hasta los cimientos. Harry, por su condición de judío y a pesar de vivir a cuatro manzanas del mismo, tenía vetada la entrada en el museo de Karslruhe, no pudo ver nunca uno de los cuadros favoritos de su abuelo, del que guardaba una copia, un grabado hecho por un artista local y que viajó con la familia a su exilio americano, era el autorretrato de Rembrandt. A principios de 1946, fue tomada una foto en la mina de Heilbronn, en ella se ve al recién ascendido sargento Harry Ettlinger observando el autorretrato de Rembrandt. El cuadro está de pie sobre una vagoneta de la mina, las paredes de piedra y los raíles son perfectamente visibles. El ejército utilizó la fotografía con fines promocionales y repartió reproducciones por todo el mundo. El pie de foto dice tan sólo: “Soldados estadounidenses con un Rembrandt”
El libro se lee con auténtico placer, el ritmo de la narración contribuye a ello, pues no es sólo un libro sobre obras de arte, sino también un libro de aventuras. Las que vivieron aquellos hombres que, aunque por su trabajo pueda pensarse otra cosa, se jugaron la vida, muchas veces entraban en las poblaciones con las primeras unidades liberadoras y otras andaban perdidos por zonas donde la línea del frente era difusa, de hecho, dos de ellos murieron en acto de servicio (estamos hablando de un grupo, el primigenio, de apenas una decena de personas). Además de seguir la pista de obras de sobra conocidas (La ronda nocturna, de Rembrandt; El astrónomo, de Jan Vermeer; edificios como las catedrales de Colonia o Aquisgrán, etc.), también avanzamos con el Tercer Ejército de Patton y vivimos la guerra y sus acciones, aunque sea desde un punto de vista que no sólo ve muertos, heridos y desplazados (que también), sino ciudades convertidas en esqueletos y pérdidas irreparables para la civilización.
Los hombres de monumentos quedaron relegados al olvido, su labor sepultada entre la vorágine de la guerra, primero y la victoria, después. Sus acciones no fueron consideradas heroicas, salvo por unos cuantos que supieron apreciar lo que habían hecho y ellos tampoco hablaron del asunto, quienes realizan las mayores hazañas son quienes menos hablan de ellas. Había que recuperar la identidad y las infraestructuras de las naciones europeas y la devolución de los bienes culturales representaba una parte significativa de dicho proceso.
Esta reseña fue publicada en HISLIBRIS
Y de nuevo el 12 de mayo de 2014.
Eso me recuerda la gran cantidad de edificios y reliquias religiosas que ardieron aquí durante la contienda incivil...
ResponderEliminarSí que puede resultar interesante esa parte menos trillada de la Gran Guerra (igualito que los bestias de los talibanes con los Budas)
Eso ni siquiera fue por saqueo, los botines de guerra siempre han existido, lo nuestro fue bastante peor y no siempre durante la guerra, la cosa empezó bastante antes.
EliminarDe todas maneras, lo de los alemanes fue bastante sangrante, el expolio sistemático y selectivo al que sometieron a los paises ocupados, sólo tiene un nombre: Rapiña.