Swan (Paul Williams) es un afamado productor de una importantisima compañia discográfica llamada Death Records y que tiene el proyecto de inaugurar una sala llamada El Paraiso.
Al oir cantar a un músico desconocido llamado Winslow (William Finley), queda impresionado por sus composiciones, por lo que encarga a uno de sus empleados, que se haga con las partituras. Winslow se las entrega, en la esperanza de que al haberle interesado al gran Swan, éste le de una oportunidad para triunfar. Pero Swan tiene otros planes y se apropia de la música de Winslow como si fuera propia y ante la insistencia de éste para que reconozca su autoría, le tiende una trampa y hace que le envíen a prisión.
Winslow logra evadirse y se cuela en la discográfica de Swan, pero es descubierto y cuando intenta huir, un desgraciado accidente le desfigura su cara.
Oculto tras una máscara, deambula por El Paraiso, la nueva sala de Swan, dispuesto a tomar venganza.
El guión, del que es autor el propio director, Brian de Palma, toma cosas de El fantasma de la ópera, del Fausto de Goethe e incluso del Retrato de Dorian Gray. Sobre esta base, se desarrolla una parodia en torno al mundo del Rock. Parodia que encierra una ácida y despiadada crítica hacia las discográficas, los artistas prefabricados, el fenómeno de los fans, las drogas, la superficialidad del éxito fulgurante y un asunto tan candente como el de los derechos de autor.
Con una fenomenal banda sonora, obra de Paul Williams, el mismo que interpreta el personaje de Swan, el entonces casi neófito director nos presenta un film deliberadamente excesivo y barroco, con una estética que mezcla escenarios psicodélicos, futuristas, glams, hippies y mucho colorido.
De Palma nos deja sus particulares detalles, como son los inevitables homenajes a su ídolo, Alfred Hitchcock (parodia de la escena del cortina en la ducha de Psicosis, o el propio anagrama de la discográfica, que es un pájaro muerto) y logra hacer una mezcla trepidante entre la comedia gamberra (hilarantes las escenas con el ídolo rockero con rulos rosas en el pelo), el terror (bueno, un terror que mueve a la sonrisa) y el musical.
Película muy original plagada de personajes caricaturescos y extravagantes que puede acabar siendo desconcertante.
Me quedo, sobre todo, con la crítica feroz a la dictadura de las casas discográficas que en esta época del auge del Rock más que nunca, hacían y deshacían, ponían y quitaban, muchas veces en función de intereses espurios.
Hay una escena, al principio del film, cuando acaban su actuación los Juicy Fruits y todo el mundo queda en silencio, hasta que Swan, desde su torre de marfil, comienza a aplaudir y el público (tremendo el descrédito que arroja sobre los fans) estalla en una delirante ovación y en un griterío histérico.
Por cierto, una curiosidad, el cartel de la película, obra del creador John Alvin , está expuesto en el Museo Smithsonian (Washington) como uno de los mejores carteles del siglo XX.
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