Viena, 1947. El norteamericano Holly Martins (Joseph Cotten), escritor de novelas policíacas, llega a la capital austriaca cuando la ciudad está dividida en cuatro zonas, ocupada por los aliados de la Segunda Guerra Mundial. Holly llega reclamado por un amigo de la infancia, Harry Lime (Orson Welles), que le ha prometido trabajo. Pero el mismo día de su llegada coincide con el entierro de Harry, quien ha sido atropellado por un coche. Allí conoce a la novia de Harry, Anna (Alida Valli), de la que pronto se enamora.
Sin embargo, las versiones contradictorias y el clima de misterio que envuelve todo, llevan a Holly a investigar el caso. El Mayor Calloway (Trevor Howard), de las fuerzas de ocupación británicas, le convence de que Lime es un peligroso delincuente que se ha refugiado en la zona soviética. Así, Holly descubre que Harry no era la persona enterrada, sino un traficante de penicilina adulterada.
¿Qué es lo que aún no se ha dicho sobre esta película?
A pesar de ello, nunca está mal volver a hablar de las pelis que, además de ser grandes, nos lo parecen, por el simple hecho de darnos el gustazo de hablar de ellas, de hablar de cine del bueno.
Quiero decir con esto que no voy a descubrir nada nuevo, nada que ningún buen aficionado no haya leído ya o no haya experimentado por sí mismo, si acaso establecer algún punto de divergencia porque tal cosa no la veamos de la misma manera o un nuevo punto de acuerdo porque coincidimos en la maravilla de esta secuencia o de aquel diálogo.
Durante mucho tiempo hubo una especie de debate sobre la autoría de la peli, sobre si Welles era el auténtico artífice de la misma en la sombra. Creo que esa etapa está superada, tanto el guionista (Graham Greene), como el director (Carol Reed) habían dado muestras de su talento y nadie les puede qitar, cada uno en su parcela, el mérito de haber hecho lo que hicieron. Welles, actuó, hizo su papel y lo hizo de una manera tal que no hace falta buscarle más méritos de los que tuvo, como si estos fueran pocos, además de su aportación en la archiconocida frase sobre los Borgia en Italia y el reloj de cuco en Suiza, o el plano de los dedos saliendo de la alcantarilla.
Vamos que la película es de quién es y no hay que darle más vueltas y menos en este film en el que todos tienen su parte en la brillantez del trabajo final, porque si los planos son tan maravillosos como audaces; si la fotografía es una maravilla de sombras y luces y en este caso lo de sombras y luces cobra todo su sentido, porque las sombras hablan y sólo la luz que ilumina a Welles en su aparición es para quitarse el sombrero; si el guión es una maravilla, con unos diálogos de gran nivel; si la realización es arriesgada, innovadora, con infinidad de planos que desafían lo hecho hasta entonces; las actuaciones son magistrales.
Aparte de Welles que, a pesar de aparecer pasada la hora de metraje, llena la pantalla con su presencia y su carisma, aunque sólo lo vemos unos minutos, pero ¡qué minutos!; tenemos a Joseph Cotten que quizá hace el papel de su vida, dando vida a un personaje con muchos más matices que el de Welles, al fin y al cabo, éste es pura maldad y el otro tiene que tomar decisiones y da pie a muchas lecturas; Alida Valli, que encontró su consagración y Trevor Howard que está perfecto.
En algún lugar he leído que la música no pega porque es muy alegre y la peli tiene una connotación triste.
En fin, no puedo juzgarlo, porque en mi interior, la melodía de Anton Karas y El tercer hombre, van tan unidos que son la misma cosa.
La espléndida partitura de Karas, a quien Reed conoció cuando tocaba en una taberna vienesa, se ha hecho famosa.
No puedo dejar de hablar del magnífico retrato que hace de la Viena de la posguerra, llena no ya de cicatrices, sino de auténticas heridas abiertas, representadas en cada uno de los edificios demolidos, de sus gentes que sobriviven cómo pueden.
Todo ello, aparte de la magnífica plasmación documental, constituye un escenario natural que remarca el ambiente turbador y decadente del film.
Y además, entre las muchas lecturas que se pueden sacar del film, ese estudio de la amistad, de ese amigo un tanto canalla pero simpático, de personalidad arrolladora que nos decepciona porque ha traspasado la línea roja. El drama que se le plantea al personaje de Cotten cuando tiene que elgir entre el bien y el mal, pero también entre la amistad y la traición.
No me extraña que el British Film Institute, la eligiera en 1999, como la mejor película británica de todos los tiempos.
La película está llena de momentos grandiosos que casi todos conocemos.
Yo cito aquí la frase del soldado francés cuando se llevan detenida a Alida Valli: Mademoiselle, su barrita de carmín (me pareció un toque de humor gracioso, por la sencillez, la elegancia, la inteligencia y todo lo que conlleva quedar retratados a los franceses con una simple frase. Sí es un estereotipo, pero la peli es británica y hay mucho encerrado en esa frase).
Y entre las escenas, todos recordamos la huida por las cloacas o las escenas de la noria, ni que decir de la aparición sublime de Welles, pero yo me quedo (por citar una), con la escena final, arriesgada donde las haya, con dos minutos de duración para uno de los desencuentros más brillantes jamás filmados y una huida espléndida del happy end.