Otra curiosa película de Sir Alfred, lejos del suspense que le haría archiconocido. Una mezcla de drama y comedia, con toques de romanticismo y más detalles de humor de los que tendrían sus películas más conocidas, aunque este, como es bien sabido, nunca faltó.
Confieso que si no fuera por esta especie de "fiebre" que me ha entrado por el director británico, jamás habría visto esta película (como alguna otra de las que ya han desfilado por aquí), pero voy más allá, he de reconocer que en otras circunstancias, no la habría contemplado con los mismos ojos. En ocasiones (creo que esta es una de ellas), asistir de forma aislada a algo que forma parte de un todo, desvirtúa en cierto modo el juicio que nos pueda suponer.
A pesar de que ya llevamos un tiempo (no mucho, es cierto) de cine sonoro, Hitchcock prescinde de las palabras en muchas secuencias "habladas" de la peli. Los actores mueven los labios, sin duda estaban hablando cuando se rodó, pero prescinde de hacernos llegar esas palabras, al más puro estilo del cine mudo.
Además, la inclusión de los fotogramas con texto, es incesante y, sin embargo, cuando le da por hacernos llegar el sonido, algunos de los diálogos son de cierta brillantez.
A pesar de ello, es una peli eminentemente visual, concebida para que los gestos de los intérpretes y el resto de las imágenes, nos transmitan el sentido de la película en toda su extensión.
Contiene algunas escenas que nos hacen ver a un maestro casi consumado. Esa especie de travelling que hace de la llegada del metro al andén, que es más bien un barrido de cámara, pero dándose el gustazo de hacerlo en plena curva, claro, tenía que dejar su sello.
Toda la larga escena de la salida del trabajo, el viaje en metro y la llegada a casa del protagonista que a mí me recordaba a las películas de Chaplin, porque te arranca la sonrisa, incluso la carcajada a base de mostrarte la torpeza del personaje y que, precisamente por ser previsible, consigue ponerte de los nervios, pero continúas con la sonrisa en los labios.
El atrevimiento de ciertas escenas (recordemos, estamos en 1931), cargadas de sensualidad, atrevimiento, sugerencias... Cuando la potencial amante de marido, se le insinúa descaradamente, disfrazada de hurí, con el velo transparente sobre la boca que pide un beso que él no puede dar por el impedimento de la gasa. La sorpresa del matrimonio (sobre todo de ella), cuando las bailarinas del Folies parisino aparecen ligeritas de ropa. El planteamiento explícito de la infidelidad fruto del aburrimiento del matrimonio, si bien aquí no llega tan lejos como en obras posteriores y, al final, lanza el mensaje de la reconciliación y de que el matrimonio es para siempre, eso sí, en la escena final, con un envoltorio de humor y todo lo que se quiera, pero deja a la pareja discutiendo de nuevo, si bien casi una discusión de novios más que de marido y mujer.
En definitiva, el Hitchcock explorador de nuevas técnicas, el que nos muestra sus particulares fetichismos, el de la fina ironía, el de la crítica social, el que hurga en la psicología de las personas, todos ellos van convergiendo y asomando, depurándose a cada nuevo film.
Y después de la primera impresión de que la peli tampoco es como para recordarla eternamente, cuando empiezas a rememorar planos, a leer alguna cosilla sobre ella, te queda la sensación de que te has perdido algo de lo que nos ha querido trasladar con tal o cual plano, con ese o aquel detalle y te preguntas qué habrá querido decir con aquel objeto que aparecía, con aquel gesto que te pasó desapercibido... Porque lo que te va quedando cada vez más claro es que este tipo, pocas cosas de sus película, las hacía porque sí.
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