Un hombre y una mujer llegan a un café-hotel cerca de la frontera belga. Los clientes reconocen al hombre por la descripción policial. Su nombre es Amedee Lange (René Lefèvre) y asesinó a Batala (Jules Berry) en París. Su amiga Valentine Carcès (Florelle) cuenta a la concurrencia como sucedió todo para que obren en consecuencia y decidan si lo denuncian o no: Lange trabajaba en la pequeña imprenta de Batala. Batala era un verdadero bastardo, estafaba a todo el mundo y era un casanova que engañaba a las mujeres. Un día, huyó para evitar enfrentarse a sus acreedores, y los trabajadores crearon una cooperativa para seguir trabajando y gracias a las novelas del oeste escritas por Lange, consiguen que el negocio tenga éxito.
El film desarrolla una idea (quizá fuera incluso un esbozo de guion), del pintor, decorador, actor y director catalán Joan Castanyer. Este hombre no era simplemente unos de esos corifeos que pululan alrededor de las grandes figuras de la cultura en general y del cine en particular, al contrario tenía cierta influencia sobre Renoir y según Ángel Quintana, resulta fundamental en el desarrollo de la conciencia política del maestro francés. Castanyer también realizó los decorados de la película.
Joan Castanyer fue, durante la Guerra Civil, director de Laya Films, la sección cinematográfica del Comissariat de Propaganda de la Generalitat. En palabras del montador Ramon Biadiu, que trabajó con él en Laya Films, Castanyer era, por encima de todo, un catalán de una sola pieza y tan auténtico como unas espardenyes de Blanes, de donde era hijo.
Envuelto en cierto halo de misterio, este personaje, desconocido, cuando no ignorado, tanto por el cine español como por el francés, regentó en París el pequeño restaurante Le Catalan, situado enfrente del taller de Picasso, en el que compartieron mesa y mantel algunos de los más granados nombres de la intelectualidad de la época (Cocteau, Simone de Beauvoir, Sartre o Buñuel, entre otros), además de mantener una estrecha relación con Picasso y Dalí.
Renoir tiene la habilidad de convertir una película con un mensaje clarísimamente militante, con un asesinato de por medio, en una especie de comedia. El capitalista no es un ser que se conduzca como un monstruo despiadado (que en el fondo lo es), sino un sinvergüenza que pasa por la vida aprovechándose de quien cae en sus manos, pero con una apariencia de tipo simpático, como un charlatán de feria que a base de su verso prolijo y florido envuelve a sus víctimas en sus manejos, sin que estas se den cuenta hasta que ya es demasiado tarde. Un don Juan con las jovencitas, abusa de su posición con los asalariados que trabajan para él. Ellos tampoco son los típicos trabajadores manuales, al fin y al cabo trabajan en una imprenta, aunque es cierto que el sector de la tipografía siempre estuvo muy concienciado en la lucha de clases.
Queda reflejado también el triste papel de la mujer, una situación con la que ha lidiado hasta hace apenas una generación, pues hace cincuenta años penas comenzaba (y subrayo lo de comenzaba) a quitarse de encima, no solo a estos jefes y jefecillos aprovechados, sino a los propios compañeros de trabajo que se movían alrededor de ellas como fieras en celo permanente.
El film consigue presentarnos la muerte de Batala como un ajusticiamiento y no un simple asesinato y hasta en la secuencia en que lo vemos, hay un toque humorístico. Así lo ven los clientes y el propio tabernero de la fonda donde Valentine narra la historia, un público que no deja de ser un alter ego de los propios espectadores que vemos la película: El oprimido, el estafado, el plebeyo, ha hecho justicia.
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