Matajuro Unno (Chôjûrô Kawarasaki), es un ronin (un samurái sin amo), que se pasa el día buscando trabajo y tratando de recuperar su honor perdido, mientras su esposa, Otaki (Shizue Yamagishi) fabrica globos de papel que venden a precios míseros, como único medio de sustento.
Una noche lluviosa, Shinza (Kan'emon Nakamura), un peluquero que vive en el mismo conjunto de habitaciones de alquiler que el matrimonio Unno, secuestra a la hija de un rico prestamista y la esconde en casa de Matajuro. Según él, lo hace por dignidad y no por buscar un rescate, pero cuando el dueño de esa especie de apartamentos en que viven, intermedia para lograr la libertad de la secuestrada y acepta dinero por ello, el asunto terminará con graves consecuencias para Shinza y, de forma colateral, para Matajuro y su esposa.
La historia se desarrolla en el siglo XVIII, durante la era Tokugawa y transcurre en un barrio pobre de la ciudad de Edo (el nombre que tuvo Tokio hasta 1868), donde los ronin conviven con personas igualmente pobres, pertenecientes a las clases sociales más bajas.
La película es profundamente pesimista e insiste en la idea de que en el Japón feudal, las perspectivas de vida eran cortas y desesperadas para quienes estaban en lo más bajo de la escala social.
De hecho el film resultó ofensivo para los censores, que retiraron la exención militar de la que gozaba su director, Sadao Yamanaka, que fue movilizado el mismo día de su estreno y enrolado en las tropas imperiales que combatían en la guerra chino-japonesa. Yamanaka murió de disentería un año después en Manchuria a la edad de 28 años.
En la última foto de esta entrada, se puede ver uno de los escasos legados que dejó, aparte de las tres películas de él que se conservan de las 26 que rodó, se trata de una foto con su amigo, el también director de cine Yasujiro Ozu, en ella se les ve con su uniforme de soldados rasos.
Una sencilla historia que se abre con toda una parábola sobre lo que puede llegar a ser la pobreza: Un anciano samurái se ha suicidado y lo ha hecho ahorcándose, no porque no quisiera hacerse el harakiri, la forma honrosa de morir para un samurái, sino porque tuvo que empeñar sus katanas y la que conserva es de bambú.
En apenas 84 minutos, con absoluta tristeza y pesimismo, pero con gran elegancia, Sadao Yamanaka hace una demoledora crítica sobre las clases dominantes y su desprecio por su convecinos más pobres a los que tratan con absoluta falta de respeto y el sentido del honor que aún conservan algunos de estos a pesar de su desesperada situación y que se refleja, sobre todo, en el personaje del peluquero, el más relevante de la película, que les planta cara y que sabe afrontar con orgullo las consecuencias de su desafío a los poderosos.
Hay una escena, con Matajuro bajo la lluvia, calado hasta los huesos después que el hombre que él esperaba que le ayudase le ha despedido con cajas destempladas, que es uno de los retratos más descarnados que he visto de la pobreza y la humillación.
La última imagen, en la que uno de los globos de papel flota en el arroyuelo que discurre tras las míseras casas, es toda una hermosa metáfora sobre la vida de esta gente cuya única manera de conservar su dignidad es la misma muerte.
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