Justine (Kirsten Dunst) trabaja en publicidad, siempre ha sido muy buena en su trabajo, a tal punto que recibe un ascenso en el día de su boda. La boda es perfecta y hermosa. La mansión es espectacular. Todo es como debería ser. Pero, como en la publicidad, se trata solo de apariencias, y de vender algo que no es.
Todo parece ir bien hasta que, en medio de la boda, la melancolía invade a Justine en la misma mesa donde está sentada. Su madre es quien le anticipa el principio del fin: la boda es una mentira y no se la desea a nadie. Su vestimenta lo dice todo: azul, con un círculo en el centro. Es Melancholia, reencarnada en la madre de Justine.
Y ahí es cuando Justine rompe con todo lo que la ata a lo políticamente correcto: insulta a su jefe, engaña a su marido con un adolescente en medio de la fiesta, deja la foto de su futuro hogar tirada en un sillón, cuando había prometido llevarla consigo siempre. En síntesis, sacude toda la estructura en la cual se asentaba su vida. Al igual que reemplaza todas esos libros con fotos abstractas por otros cuadros con vida. Es un signo de rebelión. Así también lo es el apodo que le da su sobrino: tía Steelbreaker, que puede traducirse por rompedora o trituradora de acero.
Y si bien Justine acepta esa invasión melancólica, esa invasión de verdad, no lo hace así su cuñado John (Kiefer Sutherland), quien pretende echar a su suegra, Gaby (Charlotte Rampling), de la casa, una y otra vez, como si ese simple acto pudiera evitar el enfrentamiento con la verdad. Como si el simple trato con Justine de que ella iba a ser feliz pudiera, realmente, hacerla feliz. Esa negación de la realidad en John aparece nuevamente con la reiterada insistencia en que su campo de golf tiene 18 hoyos, cuando en realidad hay 19, y Justine lo sabe, pero lo niega ante él, porque entiende que no importa, que nunca podrá John aceptar la verdad.
Lars von Trier en todo su esplendor, para bien y para mal, firma el guión y toma la batuta de esta historia que, como otras de sus películas, levantará la controversia entre quienes ven una obra de arte y aquellos que no logran entender y menos digerir esta historia envuelta en hermosas imágenes.
Una larga sucesión de secuencias a cámara superlenta, impregnadas de hermosura y desasosiego, abren el film a los compases de Wagner, alguna de ellas inspirada en lienzos famosos y que son todo un spoiler de lo que va a ser la película, claro que eso, aún no lo sabemos, pero lo iremos descubriendo y cuando aquellas escenas se nos vayan mostrando, de otro modo, a lo largo del film, antes de acabar el mismo, ya adivinamos en que terminará todo.
Lo que aún no sabemos es el cómo y ahí es donde el danés juega sus cartas.
Melancholía, que toma el nombre del planeta que amenaza con estrellarse contra la Tierra, es la historia de un cataclismo, el que se produce en el alma humana cuando caemos en ese estado, ahora llamado depresión y antes nombrado con esa palabra tan poética: Melancolía. Porque así se encontraban las muchachas a quienes cantaban los poetas, presos ellos también de tal estado.
Pocas veces se han retratado las miserias humanas con tanta poesía como en este film, en el que no hay superhéroes que te rescatan en el último minuto, la tragedia está ahí y de poco vale que seas rico o pobre, nada puedes hacer sino refugiarte en los cercanos, en los que amas y esperar a lo que haya de suceder encerrado en esa especie de círculo mágico que ellos te proporcionan.
Sucederá lo que haya de suceder, y esta película nos lo cuenta con uno de los finales más maravillosos, tristes y visualmente impactantes que uno recuerda.
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