Con esta novela, ganó Raúl Guerra Garrido, el Premio Nadal de 1976, lo cual supone que había sido escrita a lo largo de ese año y, posiblemente, al menos gestada con anterioridad.
Digo esto, porque conviene tener presente el momento, una época en la que aún, ni siquiera había una democracia como tal en España y se estaban abriendo las primeras sendas para que la hubiera. Un momento en el que desde sectores nada desdeñables de la sociedad, aún se contemplaban con cierta aquiescencia, cuando no se jaleaban directamente, las actuaciones del grupo terrorista que durante años asoló el País Vasco. Y en esos momentos, un escritor que ha llegado desde fuera a San Sebastián, lugar en el que llevaba viviendo más de quince años, es capaz de ver con absoluta clarividencia qué es lo que se esconde tras aquella patraña de la liberación del pueblo vasco.
José María Lizarraga Múgica, un industrial guipuzcoano que ha levantado una empresa siderúrgica que da trabajo a un montón de gente, es secuestrado por un grupo terrorista. Mientras está cautivo, el único entretenimiento posible es la lectura de El Capital, el único libro que tiene a su alcance.
A través de las páginas del libro conocemos el parecer que sobre el secuestrado tienen algunos de quienes le rodean, que cuando hablan de Joshemari, en la mayoría de los casos, lo hacen reconociendo su valía como emprendedor, que se diría ahora, su capacidad para solventar cuantos problemas le iban surgiendo y labrar su propia fortuna al tiempo que enriquecía a Eibain, su pueblo natal.
El rapto lo provoca un accidente laboral que causa la muerte de un obrero. Luego, el viento de la violencia empieza a soplar, primero en forma de huelga y más tarde, como no parece suficiente castigo, con el secuestro del empresario.
Sus conciudadanos, cuando se les pregunta, hablan de manera calculada mientras evocan historias del pasado, calculando los efectos que sus palabras pueden tener y, sobre todo, dejando a un lado las consideraciones morales del asunto.
Al descubierto quedan las motivaciones de los terroristas, lo que menos les importa es la muerte del obrero, quieren sacudir a la sociedad desde sus cimientos, pero cuando se les fuerza a argumentar, cuando se les pregunta por qué hacen aquello, su respuesta es una mancha oscura que crece, geométrica, surgiendo del cañón de una pistola nueva largo, un trozo de acero que choca contra el cráneo, detrás de la oreja y una persona que se derrumba arrastrando consigo sombra y conciencia, mientras la sangre fluye generosa.
Parece interesante, lo buscaré por ahí.
ResponderEliminarA Raúl Guerra, le acabaron volando la farmacia los muy bestias.
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