PIRÁMIDES

Las pirámides de Keops, Kefren y Micerinos, junto a la famosa esfinge, forman un conjunto considerado como una de las siete maravillas de la antigüedad, precísamente la única de esas siete que ha llegado a nuestros días. Por eso es uno de los monumentos más estudiados y, por contra, de los que más enigmas siguen guardando.
Las teorías de que culturas desconocidas y superiores a la nuestra estuvieron implicadas en su diseño y construcción, son conocidas y tienen una base, pues algunas de las cosas aún no han encontrado una solución definitiva y aún con las técnicas que hoy poseemos, son difíciles de explicar, teniendo en cuenta que llevan allí no menos de 4.000 años, resulta difícil imaginar cómo fueron capaces de que las piedras que conforman las cámaras del Rey, de la Reina y del Inframundo de la pirámide de Keops, estén encajadas de tal manera que sea difícil, sino imposible, alojar un cabello entre ellas; que los bloques con las que están construídas las pirámides pesen una media de dos toneladas y media y fueran capaces de moverlos.






















Eso sin meternos en cosas que se confunde con la leyenda, como que tienen puertas secretas hacia el inframundo, aunque no hayan sido descubiertas (puede que no exista nada de eso).
Una de las cosas más curiosas, que también sabemos todos (o muchos), es que las pirámides, en su época, estuvieron recubiertas, no de mármol (como he leído en algún lugar), sino de piedra caliza, al parecer blanca, pero según otras versiones, de color rojizo o dorado. Si fuera esto último, puede ser que los antiguos egipcios sometieran a un tratamiento de calor las mencionadas piedras para dotarlas de mayor dureza, pero eso hace que pierdan su color blanco y se vuelvan de tonos rojizos.
Sea cual sea el color, lo cierto es que debía ser impresionante para el viajero, descubrir esos impresionantes monumentos que contrastaban con el paisaje circundante por la diferencia de tonalidad y con una superficie que distaba bastante del actual aspecto destartalado que presentan sus piedras desnudas, por más que no hayan perdido un ápice de su imponente grandeza.