Esta es una historia sencilla, casi humilde. La de un hombre como tantos otros, con el que podríamos habernos cruzado en la calle en cualquier instante sin haber percibido un solo atisbo de su peripecia vital.
Eso es lo que más llamó mi atención al leer esta especie de biografía novelada de Jacques Leonard, alguien que no pretendía dejar memoria de su andadura porque tampoco le daba importancia y solo la casualidad hizo que un hijo del protagonista pusiera en manos del autor un manuscrito que había dejado su padre, una pocas páginas que han sido el germen de esta novela, la novela de una vida.
La andadura del pequeño Leonard comienza en un marco envidiable, la finca que su padre poseía en las afueras de Maisons-Laffitte, en los alrededores de París.
Los padres de Jacques, Emilienne Tabary y Julien Leonard, formaban una pareja poco corriente. Ella llegó a tener una empresa de confección que aparte de satisfacer las demandas de su pequeñoburguesa clientela, trabajó para los estudios de Hollywood. Él, experto conocedor del mundo de los caballos, entrenador, criador y tratante.
Julien Leonard, tenía 34 años cuando estalló la I Gran Guerra y estaba en situación de reservista. Cuando se presentó a las autoridades para cumplir con sus obligaciones patrióticas, volvió a casa decepcionado, por no haber conseguido que se aprovecharan sus capacidades incorporándolo al arma de caballería, tuvo que resignarse con un destino de camillero y enviado al frente norte, en Lorena, donde a las seis semanas fue herido de gravedad, un proyectil alemán le perforó un pulmón que perdería para siempre y, presumiblemente, su vida activa habría de quedar marcada en adelante.
Los consejos médicos de buscar un ambiente climático favorable para ayudar a lo que sería una lenta recuperación del padre de nuestro protagonista, llevaron a la familia Leonard a buscar acomodo en el país vasco francés. Con el comienzo del curso escolar, el pequeño Jacques debía acudir a clases en una escuela pública y quedó al cargo de los abuelos paternos, a quienes no conocía de nada. Un hecho fortuito durante su estancia con ellos, el hallazgo de una amarillenta fotografía en la que se veía a la familia de su abuelo en una escena y con unos atuendos que mostraban a las claras su condición de gitanos, le hizo descubrir sus orígenes por vía paterna. En la foto aparecía, entre otros, su padre ataviado de aquella forma pintoresca que hacía difícil reconocer al gentleman cuidadoso en su indumentaria que era en la actualidad.
Jacques vuelve al hogar familiar, se trasladan a Hendaya y en la localidad fronteriza conoce a algunos niños españoles, hijos de la buena sociedad madrileña que solía pasar temporadas en la vecina Fuenterrabía. Entre aquellos jovenzuelos, con los que pescaba cangrejos en el Bidasoa, comía cucuruchos de pestiños o recorría la población en tranvía de mulas, había tres hermanos, ajenos como él a los dispares destinos que les esperaban. Se llamaban, Miguel, Pilar y José Antonio Primo de Rivera.
Su padre ha recibido algunos encargos por parte de la remonta militar, entre ellos, el encargo de negociar la compra de varias partidas de asnos y mulas y traerlas desde el sur de España. Por la poca alzada de los animales, el ejército francés esperaba poder usarlas como transporte a través del dédalo de trincheras en que se habían convertido los frentes de Verdún y Douaumont. Desde Andalucía hasta Somport, Julien Leonard condujo aquellos más de mil jumentos por caminos poco transitados a fin de no llamar la atención de las autoridades españolas.
Salvo estas peculiaridades derivadas de las actividades de sus padres, el resto de la infancia y primera juventud de Jacques, se desarrollaba con cierta tranquilidad en la finca de su padre, ayudando en el negocio de los caballos, hasta que el padre comenzó a manifestar un cierto desinterés por la yeguada y decidió embarcarse en nuevos negocios. Entre ellos, la puesta en marcha de la primera fábrica europea de helados americanos. El lugar elegido fue Praga y su padre, encargó a Jacques que hiciera el viaje hasta allí para poner en marcha el negocio. La aventura de Praga tuvo éxito, pero además, cuando Jacques regresó a Francia, pese a lo corto de su ausencia, había madurado.
Ciertas circunstancias que se dieron en su vida, le llevaron a frecuentar los estudios cinematográficos de Buttes-Chaumont y, sin proponérselo se encontró admitido como “chico para todo” en el rodaje de El país de los vascos, el primer documental sonoro que se rodaba en Francia, dirigido por Maurice Champreux, yerno del mítico realizador Luis Feuillade. Jacques siguió trabajando en el mundo del cine como auxiliar de producción primero y, más tarde, como montador a las órdenes de Jean Choux, algo que para Jacques fue como realizar un doctorado.
A partir de aquellos inicios, la vida de Jacques Leonard estuvo siempre muy ligada al cine y sus andanzas en este mundo merecen un capítulo aparte en sus biografía. Su relación con España vendría de la mano de este mundillo, pues le propusieron participar en un film sobre la vida de Cristóbal Colón, en el que tomarían parte, entre otros, el diseñador español Baldrich y el maestro Joaquín Rodrigo, exiliado en Francia en aquellos momentos. Leonard viajó a la Península con el fin de documentarse sobre los escenarios españoles de la película y halló un país que salía de la sangrienta contienda civil. En su viaje a Burgos se encontró con las infinitas reproducciones del rostro del Franco en paredes y pancartas, con militares que le solicitaban amablemente que llevara en su automóvil a heridos recién licenciados o soldados que volvía de permiso a sus hogares, inesperados compañeros de viaje que le ayudaron a practicar su rudimentario español. En sus periplos por Valladolid o Salamanca iba encontrando las heridas que la guerra había dejado, sus pruebas aún vivas y recientes, como cuando visitó Ávila, prácticamente aún tomada por los últimos efectivos de la Legión Cóndor. El caso es que después de completar su viaje con las etapas en Sevilla, Cádiz, Huelva, La Rábida o Granada (donde pudo encontrar a sus lejanos parientes de raza en el Sacromonte o el Albaicín), Jacques quedó definitivamente prendado de este país.
En 1940, Madrid, ciudad en la que recaló, no era una fiesta precisamente, aparte de los ciudadanos españoles que sobrevivían como podían a los desastres de la guerra y a la dureza del régimen, era un hervidero de agentes y dobles agentes de varios países. Jacques, pronto, formó parte de una red cuyo principal objetivo era ayudar a compatriotas que, huyendo de la ocupación, atravesaban clandestinamente los Pirineos para salvar la piel.
Al margen de las actividades más o menos clandestinas, la vida de Jacques en Madrid seguía y sus actividades profesionales le daban acceso a ambientes en los que se superponían personajes de lo más variopinto, desde toreros, políticos, flamencos o intelectuales a avispados empresarios que se acercaban al nuevo régimen. A veces se reunía con otros contertulios en los salones privados de Lhardy, donde coincidía esporádicamente con hombres como Zuloaga, Díaz Cañabate, el escultor Juan Cristóbal, Rafael Ortega o los hermanos Dominguín (Antonio, Pepe y Luis Miguel).
El proyecto de Colón se fue desinflando y Leonard aceptó un trabajo en la productora española Ulargui Films por mediación del entonces Jefe del Servicio de Cinematografía, Manuel García Viñolas. El negocio de Ulargui se sostenía en tres pilares: Miguel Ligero, Imperio Argentina y Estrellita Castro. Jacques trabajó en el montaje de películas como Carmen la de Triana o María de la O, después de cuyo visionado quedó fascinado por la fuerza y el talento para el baile de Carmen Amaya. Más tarde, a petición de García Viñolas, viajó a Portugal, donde estuvo un año trabajando en algunos proyectos. Sin embargo, sus días en el cine estaban contados. Su matrimonio acabó como el rosario de la aurora y como quiera que su ya exmujer, era hija de Jean Choux, todo un personaje en el ambiente, se dio cuenta de que France (así se llamaba ella) iba a sembrar todo tipo de comentarios malévolos sobre él, así que decidió abandonar aquel mundo.
En aquello momentos de desconcierto, la casualidad que tanto le había favorecido en el pasado, quiso que conociera a un austriaco, director de teatro exiliado en España y que no era otro que Arthur Kaps, propietario de la compañía de revista “Los Vieneses”, que había creado en París junto a su amigo Franz Johan. La compañía había recalado en Madrid huyendo de la invasión nazi, la condición de judíos de la mayoría de sus miembros así lo aconsejaba y Kaps contrató a Leonard como productor para el nuevo espectáculo que les iba a llevar a Barcelona, donde el éxito de “Los Vieneses” fue instantáneo.
Cuando acabó su relación con el austriaco, estuvo un tiempo trabajando como restaurador de muebles, hasta que otro encuentro casual, cruzó su vida con la de un ventrílocuo y showman muy famoso en aquella época, Robert Lamouret, que le propuso contratarle para que le llevara la gestión de la infraestructura que aparejaba su espectáculo. Leonard viajó a Inglaterra, Australia, Grecia e Italia. Una vez acabada la tourné, Lamoure le propuso viajar con él a EE.UU. (donde llegó a tener show propio en televisión y a actuar en las mejores salas de Nueva York y Las Vegas), pero Leonard declinó la invitación, había una ciudad que le llamaba con voz poderosa desde que llegó a ella por primera vez para el rodaje de María de la O y decidió que su vida nómada (quizá vestigio de su ascendencia), debía llegar a su fin, así que se instaló en Barcelona, estaba firmemente decidido a trabajar allí como fotógrafo free lance. Sus primeras fotos aparecieron en una publicación llamada “Revista”. Sin duda aquellas fotos hicieron que el director de la nueva revista “Gaceta Ilustrada” que iba a lanzar la empresa editora de “LaVanguardia”, se pusiera en contacto con él para proponerle colaborar en la misma.
A partir de aquel momento su vida permanecería unida a la Ciudad Condal. Conoció a una peculiar gitana, Rosario, una modelo muy cotizada, de las mejores de Barcelona, con la que compartiría el resto de su vida. No hubo “pedimiento”, pero la familia de Rosario aceptó con naturalidad a aquel “franchute” que ya era conocido entre los gitanos del Somorrostro, al igual que entre sus vecinos “gitanets” del barrio de Gracia, el “payo Chac” le apodaban.
Cuando la muerte le llamó (en 1994), aparte de su apasionante vida, dejaba tras de sí un inmenso testimonio gráfico sobre los gitanos, una raza a la que amó más allá de sus defectos.
El autor, Jesús Ulled, abogado y periodista, nos acerca la peripecia vital de este francés enamorado de Barcelona con una prosa ágil, sencilla y a la vez cuidada, en una novela bien estructurada y de lectura fácil y atractiva. Se nota toda su experiencia anterior, no en vano está muy unido al mundo periodístico y editorial. En su momento colaboró en el relanzamiento de “Fotogramas” y al nacimiento de las revistas “Qué Leer” y “Clío”.
En 2012, Ulled colaboró en el documental “El payo Chac”, de Yago Leonard, que contó con 6 candidaturas a los premios Goya y cuyo tráiler puede verse aquí:
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